En el suroeste de Madrid, antes conocidos como los “estremos” del Can Mayor segovianos, donde el sol de otoño aún brilla con una luz tibia y dorada en estos alijares, somos testigos de un privilegio que nos toca vivir cada año: las dos marchas cicloturistas de MTB gratuitas que surcan los caminos polvorientos de esta tierra cargada de historia. Apenas hace unas semanas, la Marcha Ciclista de las Fiestas de Navalcarnero, esa tradición que marca el final del verano, nos dejó con una sonrisa en los labios. Y ahora nos preparamos para otra joya: la Marcha de las Fiestas de El Álamo, un Memorial en honor a Don Juan Ramiro, el maestro artesano de la bicicleta, cuya leyenda sigue viva entre los amantes del ciclismo.




El Legado de Juan Ramiro: Un Memorial de Pasión y Técnica

Juan Ramiro, conocido como "Juanchu" por sus amigos, no era un hombre común. Era un artesano, un creador, un visionario que miraba más allá de las piezas de metal y las ruedas de caucho, buscando siempre la perfección en el diseño de sus bicicletas. Desde su taller, Ramiro no solo fabricaba bicicletas; él las soñaba y las reinventaba. Fue el creador de una bicicleta con un cuadro de titanio diseñado para batir el récord de la hora, que incluía un plato de 58 dientes torneado para reducir peso. Pero su legado no se detuvo ahí. Ramiro fundó una escuela de ciclismo para niños de 6 a 14 años, con un lema que perdura: Preparación, Formación, Respeto. En ella, se enseñaba mucho más que ciclismo; se formaban personas, se inculcaban valores.

Juanchu se unió al Club Ciclista El Álamo en 1981. Este año 2024 se celebra el duodécimo Memorial tras su fallecimiento, un evento que tiene un solo requisito para participar: aportar un kilo de comida no perecedera para los más necesitados. Es un gesto noble, en un tiempo en que muchas familias pasan dificultades, y mientras otras marchas imponen cuotas exorbitantes, aquí se mantiene la esencia y pureza del ciclismo.



La Marcha: Un Viaje por los Caminos Olvidados de la Historia

La marcha de este año ofrece tres recorridos distintos: uno para niños de unos 15 kilómetros, otro de 30 kilómetros que comparte trazado con la marcha más larga, de 55 kilómetros, que es la que realicé. Cada ruta está impregnada de historia y de leyendas, atravesando caminos que fueron, en tiempos antiguos, sendas de comunicación vitales entre pueblos, villas y fortalezas.

Los caminos de la pasada marcha en Navalcarnero y esta de El Álamo tienen en común una peculiaridad inmutable: el recorrer viejas sendas polvorientas, caminos que el sol reseca en verano hasta convertirlos en polvo que se adhiere a la piel y la ropa, formando una capa áspera, casi tan antigua como la propia historia. Estos son los senderos de los llamados "estremos" segovianos, pertenecientes al Sexmo de Casarrubios o Can Mayor, territorios que una vez fueron la última frontera de la Comunidad de Tierra y Ciudad de Segovia. Hoy, estos caminos parecen olvidados, sepultados bajo el peso del tiempo y la indiferencia, pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que fueron parte esencial de la lucha de Segovia por su propia existencia, un escenario de conflictos contra la depredación de las tierras y la amenaza de una nueva nobleza, hambrienta de poder y territorio.



Permítame, amable lector, detenerme un momento y llevarle de la mano a través de los pliegues del pasado, para que entienda la importancia de cada palmo de terreno por el que hemos pasado. Para comprenderlo, primero debemos remontarnos a los días en que este paisaje que hoy contemplamos era, en realidad, una frontera viva, una cicatriz abierta en la piel de la vieja Castilla. Tras la conquista de Madrid en 1083 y de Toledo en 1085, Alfonso VI arrebató estas tierras a los musulmanes, y con ellas vinieron nuevos desafíos. Muchas de las poblaciones y territorios conquistados, aquellos que la Corona de Castilla consideró estratégicos para asegurar el control del río Guadarrama, fueron entregados a la ciudad de Segovia.

Por entonces, el río Guadarrama no era más que un curso de agua salvaje, un límite difícil de repoblar y aún más difícil de defender. Pero los segovianos, valientes como eran, asumieron su deber con una mezcla de determinación y astucia. Supieron que estas tierras les pertenecían no solo por el "derecho de conquista", sino también por los medios de adquisición que la Corona permitió, comprándolas, poseyéndolas, trabajándolas. Así, durante casi 400 años, estas tierras deshabitadas, escasamente pobladas, formaron los "estremos" del Can Mayor o Sexmo de Casarrubios, una extensión agreste donde la ley y la autoridad de Segovia eran tan firmes como los muros de su propia ciudad.


Pero los tiempos cambian y, hacia el siglo XV, un aumento demográfico comenzó a alterar el delicado equilibrio de la región. El crecimiento de la población, la ambición de la nobleza, y la mano generosa —o tal vez interesada— de la Corona, repartieron estas tierras, antaño segovianas, entre nuevos señores. Surgieron así los señoríos, la propiedad feudal, y con ellos llegaron las disputas, las luchas por cada palmo de tierra, cada pasto, cada arroyo. Fue entonces cuando se hizo necesaria la figura de los Guardianes, esos hombres que recorrían estos caminos polvorientos vigilando los límites, defendiendo lo que pertenecía a Segovia. Y hoy, lector amigo, somos nosotros, los ciclistas, quienes recorremos estos mismos senderos, rescatando del olvido su memoria y su espíritu, con cada pedaleo, con cada respiración agitada que acompaña el esfuerzo de enfrentarse a estos antiguos caminos.

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Km. 00,000 — Partimos desde la Plaza del pueblo, ese lugar donde el tiempo parece haberse detenido, donde se alzaba una Cruz de Piedra entre dos álamos que, secos y apuntalados, resistían al paso de los años como viejos soldados en una última guardia. Aquella cruz era venerada por los vecinos como un símbolo de la fundación del pueblo, allá por 1475. Durante siglos, esa piedra tallada en forma de cruz fue un faro, una señal del inicio de una historia compartida. Pero llegó la II República y, con ella, vientos de cambio. La cruz fue retirada, aunque su memoria persiste en los corazones de quienes se niegan a olvidarla. Desde allí, dejamos atrás el casco urbano de El Álamo por el Camino de la Cruz de Piedra, que desciende hacia el vado del Guadarrama, cerca del oratorio templario de Santa María de Batres. A medida que avanzamos, el camino se torna más angosto y sinuoso, recordándonos que estamos pedaleando sobre los huesos de una tierra que lleva siglos guardando secretos.


Km. 02,000 — Seguimos hacia la izquierda por el Camino a Cerro de Juan Benito, una elevación a nuestra izquierda que, según dicen, pudo ser hogar de un despoblado medieval conocido como La Sagrilla. La historia de este lugar es un misterio enterrado bajo siglos de tierra y olvido. La Sagrilla, un nombre que evoca imágenes de aldeas perdidas, de campanas que ya no suenan y de vidas que se esfumaron como el humo de una hoguera apagada. Aquí, entre estas colinas, los ecos de voces antiguas parecen susurrar entre el viento que golpea nuestras caras.

Km. 03,400 — A nuestra izquierda, una subida nos lleva a remontar el barranco del arroyo de las Toribias, un lugar cuyo nombre guarda más preguntas que respuestas. ¿Hace referencia a un tal Toribio Orgaz, un ventero que, según algunas leyendas, regentaba una alberguería en lo que hoy es El Álamo? ¿O tal vez alude a algún otro personaje perdido en los pliegues del tiempo? No lo sabemos, pero seguimos pedaleando, dejando que el misterio de ese nombre se mezcle con el polvo de nuestros pasos. Más adelante, ya hablaremos de Toribio y de su alberguería.

Km. 04,200 — El camino se enlaza con la Vereda de la Sagrilla, que vuelve a mencionar aquel despoblado medieval cuyo paradero exacto se ha perdido entre las páginas de la historia. Esta vereda, hoy casi olvidada, fue alguna vez una arteria de vida, un sendero que conectaba aldeas y que ahora es apenas un eco, un vestigio que aún podemos recorrer, como arqueólogos del tiempo, redescubriendo cada piedra, cada recodo, cada sombra alargada de un roble anciano.

Km. 05,200 — Tomamos a la derecha por la Calzadilla, también conocida como Carreruela o Camino de Tirabuey. Este es un camino en la vega del río Guadarrama, una ruta que en otros tiempos enlazaba Segovia con Toledo, ciudades hermanadas por el comercio, la guerra, la fe y el poder. En viejos legajos de la Comunidad de Tierra y Ciudad de Segovia, este trayecto aparece referenciado como la Carrera de la Calzada, una vía que, en su día, vio pasar mercaderes, caballeros, clérigos y quizá también a más de un fugitivo que, como nosotros, avanzaba con el viento en contra y el destino incierto.

Km. 08,100 — El camino nos lleva junto al Yacimiento Arqueológico de Carranque. Aquí, en mitad de estas tierras aparentemente olvidadas, se alzan los restos de lo que un día fue una villae tardorromana, de una magnificencia que parece desafiar el tiempo y el olvido. Sus mosaicos, que aún conservan un esplendor decadente, decoraron alguna vez los pasillos y salones de una residencia que perteneció, según dicen, a un pariente del mismísimo emperador Teodosio. Pero si los mosaicos sorprenden al visitante, no es menos interesante el PALATIUM.

Este edificio de representación, de uso civil, fue erigido hacia el año 400 de nuestra era, y en su día debió de ser una joya en medio del agreste paisaje de la Hispania romana. Las paredes de mármol, traídas de todos los rincones del Mediterráneo —Grecia, Turquía, Oriente Próximo, Egipto— cuentan con una elocuencia muda su historia de poder y lujo. De los 39 tipos de mármol documentados hasta ahora en este lugar, solo uno procede de la península Ibérica, concretamente de Extremoz. Las bóvedas, que en su día brillaron con mosaicos de teselas de pasta vítrea, eran mucho más ligeras que las de mármol, ofreciendo una ligereza etérea al peso del edificio. En las excavaciones han aparecido restos de estos mosaicos, fragmentos de un pasado dorado que ahora yacen, descoloridos, bajo la tierra.

Los suelos, decorados con el delicado trabajo del opus sectile, exhibían mármoles recortados en formas geométricas y florales, mientras que las columnas y capiteles eran de mármol Prigius, procedente de la actual Turquía. Y uno se pregunta, ¿por qué una construcción tan monumental en un rincón perdido de los latifundios romanos? ¿Qué propósito oculto, qué secreto ancestral, justificaría tal despliegue de riqueza? A mí, se me antoja que debió haber una o varias ciudades romanas cercanas, todavía no identificadas, que dieran razón a esta opulencia en mitad de la nada. Quizá una de ellas se alzara donde hoy se encuentra Casarrubios del Monte, sus cimientos aún ocultos bajo siglos de polvo y tierra.

Con el paso de los siglos, el destino de este palacio fue variando. En época visigoda, el Palatium romano se transformó en iglesia cristiana, como muestran los elementos religiosos y las muchas tumbas que han aparecido en las excavaciones. Cuando los árabes llegaron, dejaron también su huella: algunas cerámicas y una inscripción en una columna de mármol con una alabanza del Corán, como si la piedra misma hubiera aprendido a hablar en una lengua diferente. Pero con la conquista cristiana de Toledo por Alfonso VI, el edificio volvió a ser consagrado. El 30 de enero de 1136, Alfonso VII lo declaró monasterio bajo la advocación de Santa María de Batres, entregándolo a los monjes benedictinos-cluniacenses y, en particular, al “Maestro Hugo”, un monje cluniacense que era médico y canónigo de Toledo.

Este monasterio, ubicado en lo que había sido la antigua basílica, prosperó hasta el primer tercio del siglo XIII, cuando parece haber pasado a manos de los templarios. Y con la caída del Temple, fue transferido a las monjas Clarisas de Griñón. En las relaciones topográficas de Felipe II, correspondientes a la desaparecida villa de La Cabeza, se menciona: "Hay una ermita que se entitula Santa María de Batres; solo queda en pie la ermita, el resto de la iglesia está puesta por los suelos." Esto quiere decir que, 1,110 años después de su construcción, el edificio romano ya estaba en ruinas, y solo una habitación se dedicaba a la ermita.

La iglesia debió estar presidida por la imagen de Santa María de Batres, una tabla eurobizantina que llegó de la mano de los frailes y permaneció aquí durante siglos hasta que pasó a Casarrubios, donde tomó el nombre de Virgen de la Antigua. Esto probablemente ocurrió cuando los frailes abandonaron la ermita o esta fue abandonada. Para 1750, según el catastro del Marqués de la Ensenada, ya no existía la ermita; solo quedaban ruinas, que sirvieron como lugar de culto a Santa María hasta principios del siglo XX, cuando se celebraban fiestas y romerías comarcales a las ruinas cada primero de mayo.

Hoy, lo que se puede contemplar son los restos de la planta del edificio original, algunas de sus columnas y tumbas de épocas visigoda y cristiana, siglos del XII al XIV. En el siglo XX, pasó a conocerse como las ruinas del castillo de Santa María. Se supone que, intencionadamente, se le quitó el apellido de Batres. Los más viejos del lugar cuentan que, a principios del siglo XX, quedaban en pie tres paredes y la cúpula, pero en el año de la República, 1931, fue dinamitado, por ser morada de ladrones y gitanos, derribándose la cúpula y dos de las tres paredes.

Lino López, nacido a principios del siglo XX, aseguraba que en el suelo de la ermita había una escalera que descendía a un subterráneo de forma cuadrangular, con paredes adornadas de arcos ciegos, donde él y muchos otros del pueblo habían entrado alguna vez. De ser cierta esta historia, estaríamos ante una cripta medieval, aún no descubierta por las excavaciones arqueológicas, un misterio enterrado esperando ser desvelado.

Los viejos legajos de la iglesia y de la propiedad de la tierra hablan de un tiempo en que este lugar estaba rodeado de tierras fértiles, custodiadas y luchadas. “...uallem de Ouera (Overa) et transit riuum de Godeiramam per uallem de Musanda, usque in Burgo Laualla (Burge Lavalla) et usque in uallem de Lazargola (La Zarzuela), et descendit usque in Godeiramam et quantum infra términos istos ad ius eoclesie nostre pertinet,...”.


Sugiero que este monasterio pudo haber sido habitado por los templarios de la encomienda de Iunco

“…Hay una ermita que se intitula de Santa Maria de Batres al oriente una legua desta villa junto al río Guadarrama desta parte, donde no hay mas que una capilla de bóveda de piedra y ladrillo ques muy antigua, dicese haber sido monasterio y abadía de los templarios, y lo demas de la dicha iglesia esta puesto por el suelo, esta ermita tiene termino de algunas tierras que comienzan desta parte del dicho río y pasa a la otra parte y esta anexado al monasterio de monjas de la villa de Griñón. Vase a la ermita en procesión desta villa y la villa de la Zarzuela y de la villa de Batres y del lugar del Alamo el día primero de mayo cada un año, y solían juntarse unas procesiones, pero por algunas pasiones que por allí han pasado ha cesado; va allí la villa de La Cabeza el día de San Marcos en procesión…” Relaciones Topográficas de Felipe II de Casarrubios.


Cada primero de mayo, se celebraban procesiones que partían de diversas villas —La Cabeza, la Zarzuela, Batres, El Álamo— para unirse en la ermita. Estas procesiones, sin embargo, cesaron tras ciertas disputas y tensiones locales. Aún así, el día de San Marcos, la villa de La Cabeza hacía su propia procesión a la ermita, como un rito que insistía en permanecer, en resistirse a desaparecer, a pesar del paso del tiempo y del olvido que amenaza con borrar las huellas de lo que una vez fue.

Km. 09,500 — Llegamos al vadeo del arroyo de la Cabeza, conocido en tiempos antiguos como arroyo de Musanda, que se retuerce como una serpiente cerca de su desembocadura en el río Guadarrama. Este lugar marca el límite territorial entre los dominios de los segovianos y la Encomienda de Olmos, regida por los freires de la Orden de San Juan de Jerusalén. Este arroyo, insignificante a simple vista, era un límite que definía poder y jurisdicción, una frontera en la que la geografía se mezclaba con la política y la fe. A pocos pasos de aquí, en el término de El Viso de San Juan, la historia nos susurra a través de las palabras de las Relaciones Topográficas de Felipe II de 1576: "...Hay otra fuente al cabo del término de esta villa, cerca de la abadía de Batres, que llaman DEL POBO, que sale el agua de ella en cantidad y grueso casi la pierna de un hombre..."


El Camino Continúa: Cruzando Senderos y Siglos

Km. 09,900 — Giramos a la derecha y tomamos lo que fue conocido como la Vereda del Correo o de Carranque, hoy el Camino del Atajadizo del Prado. Este camino es una arteria que comunicaba Casarrubios con el vado que lleva a Carranque, a la altura del "uallem de Ouera" —el Valle de Overa. A lo largo del trayecto, a nuestro alrededor, se pueden distinguir los restos de antiguas villas romanas, que se disponen con una precisión matemática, dejando entre ellas un espacio de una milla —alrededor de un kilómetro y medio—, como si estuvieran colocadas por una mano invisible que sigue un antiguo plano del Imperio. Estos establecimientos agropecuarios, lo que hoy llamaríamos cortijos, florecieron a partir del siglo VI d.C. y alojaron a los latifundistas romanos, rodeados de esclavos y colonos que trabajaban la tierra.

Las terrazas de la vega del Guadarrama, donde estamos, sirvieron de base para estas villas, conectadas entre sí por la Calzadilla, que en su momento funcionaba como camino de servicio. Fue una época en que los muros no eran necesarios, en que estas villas, al pie de los caminos, vivían abiertas al mundo. Para algunos, el siglo IV marca el inicio de la decadencia del mundo romano; pero estas construcciones, testigos de la vida cotidiana, revelan una prosperidad y una paz que no se había conocido en mucho tiempo en el Imperio.

Km. 11,800 — Pasamos junto al circuito de motocross, y allí, a nuestra derecha, encontramos un desvío: el Camino de los Mocejones. Nos acercamos a los pies de uno de los antiguos mojones, el Cabeçam Otam —o Cabeza Ota—, mencionado en un privilegio real del año 1208. Desde aquí, descendemos hacia el Valle de Musanda, un nombre que ha desaparecido de los mapas, perdido en los laberintos del tiempo. Puede que esta desaparición no sea casual; es posible que fuera una táctica de los Chacones, quienes, al depredar estos territorios, procuraron borrar las pistas de su usurpación de esta cuadrilla segoviana.

Km. 12,900 — Llegamos al vado que cruza hasta las Casas de la Cabeza, donde actualmente hay una ganadería de reses bravas, donde antaño se encontraba el despoblado medieval de Cabeza de Musanda. Este lugar, hoy envuelto en el silencio y el misterio, dio nombre a un territorio o cuadrilla, la misma que englobaba lo que hoy conocemos como el término municipal de El Álamo. En las Relaciones Topográficas de Felipe II, del año 1576, se nos describe así: "...Este pueblo (La Cabeza Musanda) es abundoso en aguas, tiene pozos de mucha agua somera y fuentes junto al pueblo, de donde nace un arroyo que va a dar al río sobredicho. Tiene una fuente, de donde sale gran cantidad de agua, está cerca de dicho río, que se llama la FUENTE DEL POBO, beben comúnmente de los pozos, van a moler a unos molinos que están junto a dicho río, caminando hacia el mediodía una legua pequeña, que está un cuarto de legua hacia donde sale el sol..."

Km. 13,100 — Sin cruzar el arroyo, seguimos por el Camino o Carrera de la Cabeza, la antigua ruta que comunicaba esta aldea con Casarrubios. Cerca del camino, en una densa arboleda junto al arroyo, encontramos la Fuente de la Teja, un manantial que algunos creen que abastecía de agua al complejo tardorromano mencionado anteriormente a través de una acueducto.

Estos lugares, ahora envueltos en una calma casi mágica, fueron testigos de siglos de vida, de luchas por el control del agua, de la tierra, del poder. Y mientras seguimos pedaleando, sentimos que cada kilómetro nos va acercando un poco más a la esencia de esta tierra antigua, a su memoria oculta bajo el polvo, bajo las hojas secas del otoño, bajo las ruinas de los días pasados. Porque aquí, en estos caminos olvidados, no solo hay historia: hay vida.

Km. 15,000 — Nos encontramos en el fondo del valle formado por el arroyo Blasco Gómez. Aquí, en un punto estratégico, se alzaba el mojón denominado "fondon de las Conejeras", una piedra que marcaba la separación entre la cuadrilla de Casarrubios y la de La Cabeza de Musanda. Desde el kilómetro 12,900 de nuestro recorrido, nos adentramos en el término municipal de Casarrubios, que adquirió estos baldíos en el siglo XVIII, cuando se repartieron las tierras de La Cabeza entre los pueblos limítrofes.

Es curioso cómo los nombres de los lugares nos hablan de sus orígenes. El topónimo "Casar", se pudo entender como venta o alberguería, tiene raíces profundas en el árabe "qasr", con ese mismo significado. El geógrafo andalusí al-Bakri, quien terminó su obra en el año 1068, relata una carta de Abd al-Rahman III dirigida al cadí de Córdoba. En ella, el califa pedía que se transmitiera a un príncipe norteafricano, que deseaba acatar la soberanía omeya, su promesa de construir un parador estatal (qasr) en cada final de etapa de al-Ándalus, donde pudiera hospedarse dignamente. Es posible que de este término, qasr, derivara el nombre de Casarrubios —qasr rvvius—, sugiriendo que, durante el dominio árabe, en estas tierras existía una venta o alberguería, situadas estratégicamente en una importante vía de comunicación.

De Historias de Guardas Mayores y Nobles en Disputa

Km. 17,090 — Giramos a la derecha para tomar lo que hoy es el Camino de las Dehesillas, pero que las crónicas del siglo XIV denominan caRera Retamosa. Por estos mismos caminos transitaban, hace siglos, pastores, comerciantes, caballeros y bandidos, en un ir y venir constante que daba vida a la región. Pero, al igual que tantas otras partes de la geografía castellana, esta comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia sufrió durante el siglo XIV las depredaciones de los nobles, siempre al acecho de nuevas tierras y pastos que añadir a sus dominios.

Durante el siglo XV, la situación se volvió más crítica. Los baldíos y alijares segovianos, que eran tierras comunes usadas para el pastoreo y la agricultura, empezaron a verse amenazados por la formación y expansión de varios señoríos. Cuatro de ellos, en particular, destacaron por su agresiva expansión: primero, el del duque del Infantado, que se extendía por el área de Méntrida y Berciana, hoy en la provincia de Toledo; segundo, el de Casarrubios del Monte y Arroyomolinos, situado entre Toledo y Madrid; tercero, el de Batres, en pleno Madrid; y finalmente, el de los marqueses de Moya, que abarcaba Brunete, Villaviciosa de Odón y Moraleja de Enmedio.

Frente a este expolio, Segovia, como otras ciudades castellanas, se vio obligada a recurrir a la justicia. La defensa de sus derechos sobre estas tierras llevó a la creación de un sistema de guardias de vigilancia en los términos comunales, especialmente en los “estremos” segovianos. Fue una respuesta contundente, pero necesaria, para proteger sus campos y montes del Can Mayor, situados al sur del Sexmo de Casarrubios del Monte. Esta actividad de vigilancia se reforzó desde mediados del siglo XV, cuando la creación y avance imparable de los señoríos comarcanos empezó a amenazar seriamente los derechos históricos de los segovianos sobre estas tierras.

En aquellos días, los guardias mayores eran una especie de centinelas rurales, hombres endurecidos por la vida en el campo, que patrullaban estos caminos polvorientos para mantener alejados a los intrusos y asegurar que los pastores y agricultores segovianos pudieran trabajar sus tierras en paz. Armados con su conocimiento del terreno, un bastón, y a veces, alguna arma improvisada, se enfrentaban a los bandidos, cazadores furtivos, y también a los emisarios de los señores que buscaban extender sus dominios más allá de lo justo. Eran los guardianes del Can Mayor, figuras casi míticas y olvidadas que, con su esfuerzo, intentaron frenar el avance de las ambiciones señoriales y proteger el carácter comunal de la tierra.

Y aquí estamos nosotros, siglos después, recorriendo esos mismos caminos que ellos vigilaron con tanto celo. Sentimos en nuestras piernas el peso del terreno, el esfuerzo de los kilómetros, pero también la fuerza de aquellos hombres que, aunque olvidados por la historia, dejaron su huella en esta tierra dura y noble. En cada pedalada, sentimos que revivimos, al menos por un momento, el espíritu de aquellos guardianes que no se rindieron frente a la adversidad, que lucharon por lo que creían justo. Y así, seguimos adelante, en esta marcha que es mucho más que un recorrido; es un homenaje a todos aquellos que, antes que nosotros, recorrieron estos mismos caminos, defendiendo su tierra con cada paso, con cada aliento.

Km. 20,720 — Tras salvar el actual Valle de la Cuesta Blanca, que quizás sea el Valdecornejon mencionado en las antiguas crónicas, giramos para descender al fondo del Valle del Musanda. Aquí, el paisaje se vuelve más áspero y nos encontramos rodeados por la inmensidad de un terreno erosionado, testigo del paso de innumerables inviernos y veranos. En cada recodo, el viento parece traer murmullos de voces del pasado, ecos de disputas y defensas de tiempos que ya no existen.


Km. 20,800 — Un inmenso arenal forma el lecho del arroyo de la Cabeza, y debemos remontar el valle por la Cuesta Pajares, una subida empinada y ardua. Cuando alcanzamos la parte alta, en el kilómetro 21,400, enlazamos con el Camino que une El Álamo con La Cabeza, y seguimos por la derecha. Este camino, y otros como él, fueron recorridos hace siglos por un hombre llamado Alvar Ximénez, uno de los guardas mayores más reconocidos de la comarca. Su época de actividad ronda el sexenio de 1449 a 1455, durante el principado de Enrique IV, aunque las fechas exactas de su servicio son inciertas, como si la niebla de la historia envolviera sus movimientos con un manto de misterio.

Ximénez vivía con su hijo y otro guarda, Juan del Pozo, en la Asperilla, una antigua alberguería segoviana que se situaba sobre el borde del escalón de Las Cuestas, antes de bajar a Villanueva del Pardillo, en Madrid. Su nombre era bien conocido en la región, pues se le veía con frecuencia realizando prendas —confiscando bienes— a forasteros que se adentraban en tierras segovianas para cortar leña en la ribera del río Guadarrama, a la altura de Batres y el actual El Álamo. En sus rondas, Ximénez llegaba a confiscar "hasta las goteras de la villa de Casarrubios", prendando a todo aquel que violaba los derechos de los segovianos, y a menudo se le veía posando en un mesón de Griñón, conocido como la Venta del Gallo en la Carrera Toledana, donde se dedicaba a leer las ordenanzas de Segovia.

No era solo un hombre de acción, sino también un representante de la justicia segoviana. A Ximénez se le encargó llevar a Brunete la licencia de la ciudad de Segovia para la creación de una dehesa en esta población, en un intento por frenar la expansión de los señoríos colindantes. Era la época en la que Segovia, para defender sus derechos, autorizó la fundación de nuevas poblaciones como Zarzuela y Sacedón —hoy parte de Navalcarnero—, Brunete, y La Despernada —hoy, Villanueva de la Cañada—. Este acto de resistencia, de plantar comunidades segovianas en tierras disputadas, era una forma de reforzar la presencia y el control sobre territorios en disputa.


Otro testigo recuerda a Ximénez actuando en nombre de los regidores segovianos en el cobro del arrendamiento de las alcabalas de Can Mayor, un impuesto sobre las transacciones comerciales que se realizaban en estos campos. De estos testimonios se deduce que los guardas de Can Mayor no solo cumplían funciones de vigilancia; también desempeñaban tareas administrativas, casi como alcaldes itinerantes, representando a la ciudad de Segovia en asuntos de importancia menor, evitando así el desplazamiento de los regidores desde la ciudad.

Ximénez era un hombre de muchos lugares; oficialmente vecino de Moraleja la Mayor —hoy despoblado en Moraleja de Enmedio, Madrid—, habitaba en las Esperiles o Asperillas, donde existía una alberguería segoviana y un pabellón de caza de Enrique IV, hoy en el término de Galapagar. En ese lugar, conocido como Casa Palata, también vivían su hijo Pedro de Alvar Ximénez, un criado llamado Hernando Luengo, y el hijo de éste, Hernando Tinojo. Los testigos de la época mencionan que Ximénez tenía un sobrino que le acompañaba por los términos durante "más de seis años", y un hermano con el mismo nombre, al que distinguían como "el tuerto".

Los relatos de la época también mencionan algunos episodios notables en la carrera de Ximénez. Un vecino de Serranillos del Valle cuenta que, hacia 1449, el guarda y su sobrino tuvieron un altercado con un grupo de Griñón, quienes se resistieron cuando les prendaron una prenda cerca de Zarzuela, un despoblado que encontraremos más adelante en nuestro recorrido, al otro lado del río Guadarrama. Los hombres de Griñón defendieron lo suyo "con gente armada", lo que no impidió que Ximénez y su gente hicieran su trabajo, demostrando el tenso equilibrio de poder en la región.

El mismo testigo también recuerda que el padre de un conocido suyo perdió un asno, porque Ximénez lo prendó al descubrir que traía leña de unas cárcavas, tierras erosionadas y quebradas, donde después se fundaría El Álamo. Este episodio ilustra la diligencia y severidad con que Ximénez ejecutaba su deber, implacable en su defensa de los derechos de Segovia frente a los intentos de apropiación ajena.

Alvar Ximénez no era solo un guarda; era un símbolo de la resistencia segoviana, un hombre cuya figura aún se adivina en las sombras de estos caminos polvorientos. Y mientras seguimos pedaleando, podemos imaginarlo, vigilante y desafiante, cruzando estas tierras en su caballo, imponiendo la ley y el orden en un tiempo en que la frontera entre la legalidad y la violencia era tan fina como el filo de su espada.

Km. 22,600 — A nuestra izquierda se abre el camino que une Batres con Casarrubios, cruzando el vado de la Charca del Piojo. 

Km. 24,400 — Salimos del camino que llevábamos por nuestra izquierda, tomando una ruta secundaria. La calma que se respira es engañosa, pues aquí la historia se siente pesada, como si los siglos de conflictos territoriales olvidadas todavía impregnaran el aire.

Km. 25,300 — Descendemos por un sendero que se abre a nuestra derecha, y el terreno pronto se vuelve exigente. Nos enfrentamos a un bancal de arena que se extiende como un desafío en el cauce del arroyo de la Cañada. La bicicleta se hunde en el suelo suelto, y cada pedalada requiere un esfuerzo doble, como si la misma tierra quisiera retenernos, poniéndonos a prueba.

Este tramo del recorrido se siente como una trampa natural, donde el equilibrio es esencial y la destreza del ciclista se pone a prueba en cada metro. La arena fina, que parece arrastrada aquí por mil lluvias y tormentas, se agita bajo las ruedas, haciendo que avanzar sea un desafío constante, casi un combate contra el terreno. El sol, alto en el cielo, refleja su luz en las partículas doradas, y cada paso en falso puede significar un desliz, un pequeño tropiezo que te devuelve al inicio de la pendiente.

Pero apenas superamos el bancal, el camino se empina nuevamente, lanzándonos hacia un cuestón que se yergue ante nosotros como un gigante implacable. La subida es empinada, abrupta. A cada pedalada, el aliento se hace más corto, y los músculos, ya cansados por el esfuerzo, claman por un descanso que no podemos permitirnos.

Con cada golpe de pedal, sentimos que ascendemos no solo una colina de tierra y piedra, sino una montaña de historia. Desde el esfuerzo de aquellos que, como Alvar Ximénez, recorrían estos caminos para defender sus derechos y su tierra, hasta nosotros, que los recorremos ahora, para mantener vivo el espíritu de quienes nunca se rindieron. Subimos, jadeantes, con el corazón latiendo fuerte en el pecho, pero seguimos adelante, recordando que estos caminos han visto muchas historias de valentía y resistencia, y hoy nosotros escribimos una más.


Km. 25,800 — Alcanzamos el mismo punto por el que pasamos en el kilómetro 03,400, el lugar donde comenzamos nuestra subida inicial, y esta vez remontamos el camino de vuelta hacia El Álamo. En este tramo, uno puede casi sentir las huellas de aquellos que antes recorrieron este mismo terreno con otros fines, en otros tiempos, con otros propósitos.

Alvar Ximénez, el infatigable guarda de Segovia, imponía la ley y el orden a todo aquel que se atreviera a aprovecharse de estas tierras. No importaba si se trataba de forasteros de Camarena, Carranque, Cubas de la Sagra, Fuensalida, Griñón, Illescas o El Viso de San Juan, o de los propios vecinos de Segovia: cualquiera que contraviniese las ordenanzas encontraba a Ximénez esperándole, severo y con la autoridad del hierro. Una de las normas más estrictas era la prohibición de cortar leña verde, un mandato que también se aplicaba a los vecinos de Batres y Casarrubios del Monte. Estas dos villas, que antaño fueron aldeas segovianas, aún conservaban la "vezindad" o derecho comunal de pastos y aprovechamientos con la ciudad.

Sin embargo, las restricciones no siempre eran absolutas. En tiempos de Ximénez, se sabe que gentes de Cubas, Illescas y Carranque, ajenas por completo a la jurisdicción segoviana, lograban llegar a acuerdos con los guardas para poder recolectar jara, romero, tomillo, retama y leña seca de los baldíos segovianos. Estos forasteros concertaban el pago de ciertas cantidades de maravedís o bien ofrecían "quesos, vino, cebada y otras cosas" a modo de compensación. 

Ximénez también gestionaba, en nombre de la ciudad, la recaudación de las "alcabalas de Canmayor" a varios vecinos de su pueblo y de Serranillos. Este tributo real era equivalente al diez por ciento del valor de todas las compraventas y trueques que se realizaban entre pastores y otras personas. En aquellos tiempos, estas alcabalas se cobraban "de pastor en pastor", facilitando la tarea a quienes residían cerca de las zonas de invernada de los ganados segovianos.


El hecho de que Ximénez, por un lado, estuviera sujeto a Moraleja y, por otro, residiera en las Asperillas, plantea dos hipótesis. La primera es que, al vivir en un pabellón de caza, y siendo bien conocida la afición cinegética de Enrique IV, Ximénez podría haber ejercido también como montero del príncipe, persiguiendo a los furtivos y vigilando los cotos reales. La segunda hipótesis es que Ximénez recorría con regularidad el "Carril Toledano", la vía que alcanzaba el río Guadarrama y el sur del sexmo de Casarrubios, patrullando estos caminos polvorientos como un lobo solitario en busca de presas, cuidando de que nadie se aprovechara de las tierras segovianas sin el debido permiso o el justo tributo.

A cada paso, uno puede imaginar a Ximénez en estas rutas: un hombre curtido por el sol y el viento, con la barba rala, los ojos entornados para escudriñar el horizonte, siempre alerta, siempre consciente de que cualquier día podía ser el último, que cualquier curva podía esconder una emboscada o un enfrentamiento. No las tengo todas conmigo que un hombre justo, pero vamos a darle un voto de confianza a este hombre que entendía las reglas del juego y las aplicaba con mano firme, dispuesto a llegar a acuerdos cuando la situación lo requería, siempre en defensa de los intereses de Segovia.


Desde El Álamo hasta la Lucha por la Tierra Segoviana

Km. 28,900 — Completamos el primer bucle y regresamos a la Plaza del pueblo. Allí, en el corazón de El Álamo, nos aguarda un reconfortante avituallamiento. El aire es fresco y vibrante; la fatiga de los kilómetros recorridos se suaviza con el aliento de la comunidad y el alimento que nos revitaliza. Es un breve respiro antes de continuar aquellos de nosotros que hemos decidido enfrentarnos a la marcha larga, un recorrido que desafía nuestras fuerzas con una dificultad catalogada en un IBP de 48.


Y mientras descansamos, es imposible no pensar en la historia de este lugar, en cómo, a finales del siglo XV, un hombre llamado Gonzalo Chacón, un personaje de ambición voraz y sin escrúpulos, decidió extender sus dominios. Chacón, Señor de Casarrubios y Contador Mayor de la reina Isabel, poseía un poder formidable y una cercanía peligrosa a los monarcas. Decidió enlazar sus propiedades de Casarrubios con las de Arroyomolinos, y para ello no dudó en depredar baldíos segovianos, como un buitre que se lanza sobre una presa indefensa.

Fue en ese contexto cuando fundó lo que se conocería como la Venta o Alberguería de Toribio. Este Toribio, un ventero astuto, había huido de la jurisdicción del propio Chacón para fundar una venta en estos alijares segovianos, o mejor dicho, en la cuadrilla de La Cabeza de Musanda. Este espacio, cuidadosamente delimitado y amojonado, había sido reservado para los quiñoneros segovianos, autorizados desde el siglo XIV a plantar viñas, tanto por sus moradores como por los caballeros que reclamaban estos terrenos como propios.

Las alberguerías segovianas, como la de Toribio, no eran solo refugios para los viajeros, sino también importantes centros de intercambio y comercio, que generaban considerables rentas gracias a impuestos como las alcabalas, que gravaban toda venta o trueque de ganado. Alrededor de un viejo álamo negro, símbolo perenne de la resistencia de la tierra, la venta se convirtió en el núcleo de una nueva población que tomó el nombre del árbol: El Álamo. Aprovechando el desconcierto de los segovianos, que en 1480 habían visto cómo distintas tierras en sus "estremos" les eran arrebatadas, Gonzalo Chacón avanzó sus dominios sin encontrar demasiada oposición.


Los vasallos segovianos, impotentes ante esta depredación por parte de los nuevos señoríos, solo podían lamentar su pérdida. "¿Qué queréis que hagamos?" parecían decir, aludiendo al poder de Gonzalo Chacón, que era un señor con mucha influencia, íntimo de los monarcas y con poder suficiente para cambiar el mapa a su antojo. La usurpación de las tierras de La Cabeza para fundar El Álamo se convertiría en uno de los motivos que llevaron a los segovianos a fundar la villa de Navalcarnero a principios del siglo XVI, como un último gesto de resistencia y afirmación de su derecho sobre estas tierras.

Km. 30,100 — Dejamos atrás el antiguo Camino Real de Extremadura, esa arteria de comercio y comunicación que en su día conectaba con el puente de la Zarzuela, donde se encontraba otra venta, a orillas del Guadarrama. En la Edad Media, este puente y venta tenían la denominación de Carrera, un lugar donde viajeros, comerciantes y peregrinos se detenían para descansar, intercambiar historias y bienes, y renovar fuerzas antes de proseguir su viaje.

Ahora giramos a la izquierda para iniciar una subida por el Camino de Valdecovachos. El terreno se empina nuevamente, haciendo mella los calores de estas horas de la mañana.

Km. 33,200 — Alcanzamos la altura del actual puente que salva la autopista R5 y enlazamos con el Camino de la Carrera Ancha. Este es el único camino de la zona que todavía conserva su denominación medieval de "Carrera", como si el nombre mismo se aferrara al suelo con la tenacidad de los viejos tiempos. Este sendero, que viene desde el fondo del valle del Guadarrama y la Calzadilla, se dirige hacia Navalcarnero, en cuyo término municipal acabamos de entrar. Sin embargo, en el siglo XIV, estas tierras pertenecían a la cuadrilla del despoblado de La Zarzuela, un lugar ahora olvidado pero que alguna vez fue testigo de tantas idas y venidas, de tantas vidas que transcurrieron a su sombra.

Por estos mismos caminos transitó Alonso Martín, conocido como "el Carnicero", uno de los guardas mayores segovianos en la segunda mitad del siglo XV, hacia 1457-1459. Según los testimonios de la época, Martín había confiscado unos conejos a un vecino de Móstoles, quien andaba cazando en lo alto de las Peñas Rubias. Este cerro, que ahora vemos a nuestra derecha en el recorrido, formaba parte del término de Navalcarnero. "El Carnicero", apodo ganado quizá por su severidad o por su firmeza, no hacía distinciones a la hora de proteger los derechos de Segovia y su tierra comunal.

En general, los guardas como Alonso Martín solían alojarse en las alberguerías que salpicaban toda la región. Estas no eran solo simples paradas en el camino, sino auténticas bases de operaciones estratégicamente situadas a lo largo de vías importantes de ganado. En ellas, los guardas llevaban las prendas confiscadas a los infractores, recibían cebada para sus caballos, y cobraban peajes a los rebaños no segovianos que transitaban hacia o desde las Extremaduras. Así, estas alberguerías se convertían en puntos neurálgicos de control y recaudación, donde la vida cotidiana y la vigilancia se entrelazaban de manera inseparable.

Otro guarda mayor notable fue García Pérez de Valdemorillo, quien desempeñó sus funciones entre 1459 y 1464. Durante seis años, García Pérez recaudó el derecho del "retorno" de los ganados en diferentes lugares: en Sacedón, en la Venta de Toribio, en Valmojado (Toledo) y en la Calzadilla. Esta última vía, el antiguo camino romano de Toledo a Segovia, serpenteaba "por la hazera" del río Guadarrama. El derecho del "retorno" era un tributo segoviano que se aplicaba a los ganados ajenos a la Comunidad de Tierra y Ciudad de Segovia. Por cada rebaño que iba, se cobraban 10 maravedíes y 30 maravedís por su regreso, ingresando estos fondos, junto con la "caucera" —otro tipo de impuesto—, en la renta de la guarda de montes de Canmayor.


Los Últimos Kilómetros: Un Viaje por la Memoria y la Resistencia

Km. 35,800 — Alcanzamos la cuota más alta de nuestro recorrido. Estamos muy cerca de Navalcarnero, en un camino que ya recorrimos durante la marcha cicloturista de hace dos semanas. La altura nos ofrece una vista panorámica de los alrededores, donde los campos se extienden en suaves ondulaciones hasta el horizonte. Respiramos hondo, llenando los pulmones del aire fresco que sopla desde las colinas, conscientes de que cada kilómetro recorrido nos acerca más a la historia de esta tierra.


Km. 38,800 — Dejamos el Camino de los Almendrucos y tomamos el Camino de la Pellica a nuestra derecha, que nos lleva a la "hazera" del Guadarrama. Esta palabra, "hazera", evoca los tiempos en que estos caminos eran más que simples senderos de tierra; eran arterias vivas por donde fluían no solo rebaños y mercaderes, sino también ideas, noticias, culturas y sueños. 

Km. 39,700 — Seguimos nuestro descenso por la derecha, tomando la Carrera de la Calzada, que nos lleva río abajo. El camino se nos muestra con la gracia de un río que ha esculpido su lecho a lo largo de los siglos, y cada curva nos acerca más a los vestigios de un pasado que se resiste a desaparecer. 

Km. 41,700 — Cerca de este punto kilométrico se encontraba el Puente y Venta de la Zarzuela, así como el despoblado medieval que llevaba el mismo nombre, conocido con el sobrenombre de "La Vieja". Fue despoblado debido a la insalubridad de su terreno, lo que obligó a fundar una nueva población en las terrazas del valle, más arriba. 

Otra anécdota curiosa la cuenta Alonso Ventero, hijo del que fuera ventero de Sacedón (hoy, en término de Villaviciosa de Odón). En su declaración judicial de 1509, Alonso aún se acordaba de su niñez, hacia 1452, cuando lloraba y le decían: «llorays agora, verná Alvar Ximenez» («lloráis ahora, vendrá Alvar Ximénez»). Es posible que los venteros recurriesen al temor que inspiraba el mencionado guarda mayor, para aplacar las llanteras de su hijo.

Nos detenemos un momento, imaginando a los viajeros de antaño cruzando el puente, sus capas al viento, sus mulas cargadas con bienes, sus pensamientos tan variados como sus destinos. Pero no hay tiempo para divagaciones largas; giramos a la derecha, siguiendo la vía de servicio de la autovía R5. Este tramo se revela como uno de los más duros de todo el recorrido: repechos con pendientes de hasta el 11% que se extienden durante 300 metros, poniendo a prueba no solo nuestras piernas, sino también nuestra voluntad.

Mientras subimos, luchando contra la inclinación y el cansancio, recordamos que en lugares como este, en estas ventas o alberguerías del Canmayor, se recaudaba la "caucera". Este impuesto, tan necesario como impopular, se llevaba primero a Moraleja —la actual Moraleja de Enmedio— para ser transportado posteriormente a Segovia. La "caucera" consistía en un tributo que obligaba a entregar «de cada mano, dies maravedís et un carnero». Un impuesto que gravaba no solo el comercio de ganado, sino también la necesidad misma de trasladarse y comerciar en estas tierras.

El motivo de este derecho se encuentra en una carta de Juan II, fechada en Madrid el 10 de marzo de 1435. En ella, el monarca explicaba que el agua que se traía desde Riofrío a Segovia y su alcázar, a través de la cabecera real y el Acueducto, no llegaba con el caudal suficiente. Esta escasez se agravaba especialmente en los meses estivales, cuando el calor hacía que el agua evaporara rápidamente. Según el texto de la carta, la falta de limpieza y mantenimiento por parte de «los concejos y personas» responsables de «regir y administrar» el agua causaba constantes "quebradas y abuardas" —es decir, rupturas y desbordamientos— en el canal. Como resultado, «han nascido e nascen en cada un año en la dicha çibdad muchos ruydos e disçensiones e aun muertes de omnes», un testimonio del conflicto y el malestar que esta situación generaba entre los ciudadanos de Segovia.

Lo más interesante de esta carta, sin embargo, es lo que revela sobre el ganado trashumante. El documento indica que los rebaños que bajaban a los extremos "pasaban por encima de la dicha mi cabsera e la cierran, por cabsa de lo qual se vierte el agua por otra parte, e se fasen las dichas quebradas e abuardas, e non viene a la dicha çibdad el agua que podía venir [...]". En otras palabras, los ganados interrumpían el flujo del agua al atravesar el conducto, causando daños que reducían el suministro de agua a la ciudad.

Como solución, Juan II ordenó al concejo segoviano la construcción de un puente de madera que cruzara por encima del canal, de manera que los rebaños no pudieran afectarlo al pasar. La financiación de esta obra debía provenir de «los maravedís que la dicha cabsera rinde», es decir, del impuesto recaudado por la "caucera". Este era, por tanto, un tributo destinado a un fin específico: mantener en buen estado la "cacera" o canal del Acueducto, asegurando que el agua fluyera sin interrupciones desde las montañas hasta la ciudad.

Este impuesto, tan antiguo como la propia ciudad, nos recuerda cuán interconectadas estaban las vidas de aquellos que vivían y trabajaban en estos valles. El agua, ese recurso vital que todos damos por sentado, podía ser tanto una fuente de vida como de conflicto, y su administración y control se convirtieron en un asunto de estado, un tema de relevancia que ocupó a reyes y concejos, y que marcó la vida cotidiana de pastores, agricultores, mercaderes y viajeros. Y mientras avanzamos, superando los repechos, sentimos que, al igual que el agua, nosotros también fluyendo a través de esta tierra, parte de una corriente incesante de vida, esfuerzo y memoria.


Km. 44,400 — Completamos finalmente esta ascensión agotadora, conectando de nuevo con el Camino de la Carrera Ancha. Nos encontramos cerca del cerro y del arroyo de Peñarrubio, una denominación que remonta su origen a un antiguo propietario de este terreno en el siglo XIII, conocido como Domingo Pascual el Cano. Los topónimos de la zona, como Peñas Rubias, parecen hacer alusión tanto a este personaje, "el Cano", como a las piedras doradas o rubias que se utilizaban para amojonar las cuadrillas segovianas de La Cabeza y la Zarzuela.

El lugar respira historia; mientras avanzamos, nos sentimos como meros viajeros en una travesía que otros emprendieron antes, cada uno dejando su huella en este camino ancestral.

Km. 47,280 — Nos encontramos de nuevo con el Camino Real de Extremadura, que tomamos hacia nuestra izquierda. Este camino, que ha sido conocido por muchos nombres a lo largo de los siglos, se identificaba en la Edad Media como la "caRera de CasaRuujos" para aquellos que venían desde el río, o la "caRera de Çarçuela" para quienes iban hacia el río. Caminos polvorientos que, en su día, fueron arterias vitales para el comercio y la comunicación entre comunidades, donde la historia se escribía con cada paso y cada carga transportada por sus vías.

Km. 47,800 — A nuestra derecha, tomamos nuevamente la Calzadilla, un camino que nos llevará hacia lo que, en tiempos remotos, se conocía como el Val de Domingo Redondo. Este valle servía como una línea de separación entre dos términos segovianos, un límite natural que, durante siglos, marcó la frontera de jurisdicciones y derechos. Es fácil imaginar a los antiguos habitantes de estas tierras señalando con orgullo los confines de sus dominios, sabiendo que cada árbol, cada arroyo, cada piedra tenía su lugar en un mapa mental de pertenencia y pertenencia.

Km. 51,000 — Giramos a nuestra derecha para desviarnos de la Carrera de la Calzada y adentrarnos en el valle, siguiendo el curso de las aguas río arriba. Aquí, muy cerca de este lugar, se descubrió un mojón tallado con los arcos de la ciudad del acueducto, un recordatorio silencioso de la conexión de estas tierras con Segovia, y de la importancia del agua como recurso vital, como símbolo de poder y como razón de disputas y acuerdos.


Es en este punto del recorrido donde aprovecho para hacer un llamamiento a los Ayuntamientos locales y a los Señores de la Confederación de Aguas del Tajo. Urge reparar el puente que salva el arroyo de los Vegones, situado a pocos metros de su desembocadura en el Guadarrama. Este puente, que cortaba la Calzadilla, fue una de las muchas víctimas de la DANA que azotó estas tierras en septiembre del año 2023. La tormenta, con su furia incontrolable, arrasó lo que encontró a su paso, demostrando una vez más que la naturaleza, con todo su poder, puede recordar al hombre cuán efímera es su obra.

La reconstrucción de este puente es más que una necesidad práctica; es un acto de respeto hacia quienes han recorrido estos caminos antes que nosotros. Un reconocimiento a la importancia de mantener abiertas estas rutas que conectan lugares, personas e historias. Porque aquí, en la intersección de caminos antiguos y modernos, de piedra y tierra, se encuentra el alma de estos paisajes, la memoria viva de una tierra que siempre ha sabido reinventarse, adaptarse y, sobre todo, resistir.

Km. 51,400 — Dejamos atrás el valle, enfrentándonos a una nueva cuesta con repechos medios del 8%. Cada pedalada se convierte en un esfuerzo consciente, en un pulso contra la gravedad que nos arrastra hacia abajo mientras luchamos por mantenernos firmes en la subida. El sol, alto y brillante, nos acompaña, implacable, pero hay algo en la rudeza del terreno que nos impulsa a seguir adelante. Este camino, al igual que muchos otros que hemos recorrido, es una prueba de resistencia, de carácter y de determinación.

Km. 53,000 — Descendemos con velocidad, sintiendo el viento en el rostro mientras bajamos hasta el Área de Recreo de San Isidro. Una breve pausa en la frenética carrera del recorrido, donde el valle se abre de nuevo ante nosotros. Pero no hay descanso duradero, pues debemos subir por el otro lado hasta el Polígono Industrial que lleva el mismo nombre del santo. San Isidro, el santo labrador cuyo cuerpo incorrupto pasó por aquí, descansó en la ermita que se encuentra a la entrada de El Álamo en su camino a Casarrubios, donde un rey moribundo lo esperaba con la esperanza de un milagro.


Km. 55,000 — Finalmente, completamos la marcha, de regreso a la Plaza de El Álamo. El aire se llena de risas y aplausos, de la calidez de una comunidad reunida, y nos espera un reconfortante y bárbaro avituallamiento. Hay frutas frescas, bebidas frías, y un banquete que parece diseñado para ciclistas hambrientos. Es tiempo de descansar, de hidratarse con toda clase de liquidos, de recuperar fuerzas. Y mientras tanto, se lleva a cabo el sorteo de artículos donados por los patrocinadores, con el número de nuestros dorsales.


La plaza vibra con la alegría de los participantes, de aquellos que han recorrido los mismos caminos que tantos antes que ellos, que han compartido en cada kilómetro el esfuerzo y la historia de esta tierra. Nos damos cuenta de que hemos sido parte de algo más grande, una marcha que no es solo un recorrido físico, sino una conexión profunda con el paisaje y la historia que nos rodea. Y mientras tomamos un respiro, ya comenzamos a pensar en el próximo desafío, en la próxima ruta que nos llame a seguir adelante, siempre un poco más lejos, siempre un poco más allá.

Así, entre el sudor y el polvo, entre risas y el crujir de las ruedas sobre la tierra, hemos llegado al final de esta marcha. Pero no es solo una meta física; es un homenaje vivo, un tributo a todos aquellos que con su esfuerzo y dedicación han mantenido viva la llama del ciclismo en El Álamo. Queremos extender nuestro más profundo agradecimiento al Club Ciclista El Álamo, por su incansable labor en la organización de este evento que cada año nos llena de emoción y camaradería. Al Excelentísimo Ayuntamiento de El Álamo, por su apoyo constante y su compromiso con la comunidad ciclista, permitiéndonos recorrer estas rutas cargadas de historia. Y a todos los patrocinadores, que con su generosidad han hecho posible esta jornada de alegría y esfuerzo compartido. Gracias a todos ellos, seguimos pedaleando, recordando, y construyendo recuerdos que, como las huellas de nuestras ruedas en el camino, permanecerán mucho más allá de este día. Que la Marcha de las Fiestas de El Álamo continúe siendo ese acto de resistencia y celebración por muchos años más.


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