La mañana había amanecido con ese tipo de luz que sólo Castilla concede a quien se atreve a atravesarla sin motor en los primeros días del verano. Revisé la presión de las ruedas y apunté la bicicleta hacia el suroeste de Illescas - Toledo, pedaleando como quien escarba tierra seca con las uñas: con terquedad. Porque en estos tiempos de pantallas y certezas, uno necesita de vez en cuando que el polvo le hable.

Mi destino era un cerro olvidado que algunos llaman El Cerrón, otros Valenzana o Valanzana, y que en la piel del tiempo ha llevado tantos nombres como cicatrices guarda un soldado viejo. Según los mapas modernos, está a tres kilómetros y medio del centro urbano de Illescas, pero en la memoria del mundo está a siglos de distancia. A ese lugar también lo llamaron Ilacurcis, Ybribiego, Ilarcuris o Dubiense. Porque si algo nos enseña la historia, esa zorra taimada, es que los nombres cambian, pero los fantasmas quedan.

Subí la loma de Balanzana, o Valenzana, según a quién preguntes, entre las chicharras del mediodía y el rumor de las ruedas mordiendo tierra seca. Allí donde ahora sólo hay piedras, maleza y sol sin sombra, vivieron los Carpetanos, celebraron ritos en un santuario que olía a incienso y hierro. Los arqueólogos, esos detectives sin cadáver fresco, dicen que hubo aquí un templo doméstico hacia el 330 antes de Cristo. Yo no los vi, claro, pero uno siente que la historia te respira en la nuca cuando se para a beber agua y a mirar alrededor.



Y es ahí donde las palabras cobran sentido: Ybribiego. Qué nombre tan maldito y hermoso, como sacado de un cantar de gesta mal recordado. Algunos sabios, con gafas gruesas y alma de archivo, aseguran que es deformación visigoda de Egebrigaecum, “el santuario de los Egebrigos”. A saber quiénes eran, pero suena a nobleza en ruinas, a tribu orgullosa y olvidada. Pedaleé despacio sobre la tierra que acaso los vio morir o rezar, o ambas cosas al mismo tiempo.

La tradición, esa madre cruel y generosa, dice también que en ese mismo cerro hubo un convento. San Ildefonso, ni más ni menos, fundó un monasterio por allí, en el “pago Dubiense”, cuando los hombres aún creían que el cielo miraba con atención sus rezos. Más tarde, en el año 1500, el cardenal Cisneros quiso levantar allí otro convento, pero la piedra escaseaba y las ganas, quizá también. Como suele ocurrir, lo que no se levanta del todo acaba siendo saqueado por la necesidad.

Llamadlo El Cerrón, Cerro de Balanzana, Valenzana o Ybribiego. Yo prefiero este último, porque tiene el sabor de lo perdido y la sonoridad de lo maldito. Porque evoca un lugar que fue sagrado y ahora es sólo polvo, un nombre que una vez retumbó en bocas que hablaban lenguas que ya no entendemos.


Y así, mientras el sol caía a plomo y el sudor me sabía a vino seco, pensé en lo que decía aquel viejo profesor mío: “La historia no es lo que pasó, sino lo que queda.” Pues bien: lo que queda en Ybribiego es un cerro, unos cardos, un nombre y una cierta melancolía antigua. Y eso, creedme, es muchísimo más de lo que queda en muchos sitios.


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Desmonté la bicicleta. Ande por ese cerrón. Y por un momento, muy breve, me pareció oír el canto grave de un animal mitad águila y mitad león, el susurro de una monja visigoda, o quizá simplemente el viento burlón que sopla desde hace siglos entre las ruinas de lo que fuimos.


Volví a montar. Y descendí en silencio. Porque a ciertos lugares se llega en bicicleta, sí, pero se sale de ellos con algo más que polvo en las ruedas.