Hay caminos que no figuran en los mapas, pero siguen vivos bajo el polvo, esperando a quien se atreva a escucharlos. Caminos que fueron arterias de un país que se hizo andando, a golpe de herradura, de mulas cansadas y de hombres que medían las distancias por jornadas y soles, no por kilómetros.

El Camino de Valencia a Salamanca, que unía la vieja Castilla con el Levante, es uno de esos senderos. Por él transitaron correos del rey, clérigos errantes, arrieros y aventureros, llevando no solo mercancías, sino ideas, noticias y esperanzas. Hoy apenas sobrevive entre urbanizaciones, carreteras y prados roturados, pero su rastro aún puede seguirse, como una cicatriz luminosa sobre la piel del tiempo.


Me he propuesto una empresa de las que ya casi no se acometen: rescatar un camino del olvido, devolverle nombre y voz, unir con memoria lo que los siglos habían separado con indiferencia. No para hacer arqueología ni turismo, que también, sino para entender de qué está hecho un país: de caminos, de polvo y de memoria.

Porque España, la verdadera España, la que se levanta al amanecer y camina, está hecha de eso: de sendas viejas, de fuentes que brotan aún en los barrancos, de pueblos que fueron y ya no son. Caminar por ellos es como leer una crónica antigua: cada piedra cuenta una historia, cada arroyo murmura un nombre olvidado.

Este es, pues, el comienzo de un viaje que no pretende descubrir nada nuevo, sino recordar lo que fuimos. Y tal vez, al hacerlo, comprender un poco mejor lo que somos.


Hace ya diez años, enero de 2015, para ser exactos, decidí empeñarme en una empresa que, en apariencia, tenía poco de heroica y mucho de obstinación: rescatar del polvo de los siglos un viejo camino histórico. Un sendero que, como tantos en esta tierra, había sido devorado por el silencio y el asfalto. Me refiero al camino que unía Móstoles con el monasterio de Uclés, en la serranía conquense. No era cualquier vía. Era parte del antiguo Camino de Valencia a Salamanca, ese que figuraba, negro sobre blanco, en el Reportorio de Caminos de España de Pero Juan Villuga, impreso en Medina del Campo allá por el año del Señor de 1546.

Durante años, se había venido promocionando, con fervor moderno y a golpe de folletos turísticos, el llamado Camino de Uclés desde Madrid, aprovechando las cómodas Vías Verdes de la Comunidad. Pero mientras se celebraban rutas nuevas, se condenaba al olvido a aquella arteria vieja que, al menos hasta 1676, seguía figurando en las Guías de Caminos de su tiempo. Luego, el silencio: en 1720, cuando Pedro Rodríguez Campomanes publica su Itinerario de las carreras de posta de dentro y fuera del Reyno, el viejo camino ya no aparece. Tampoco en 1767, en el Itinerario español o Guía de Caminos para ir desde Madrid a todas las Ciudades de José Matías Escribano. Como tantos otros trazados que sirvieron a reyes, arrieros y correos del siglo XVI, había desaparecido sin ruido, tragado por la indiferencia y los siglos.

Pero toda historia que se precie comienza por el principio. Así que volvamos al tramo inicial, aquel que el Reportorio de Villuga describe con precisión de monje cartógrafo:

“de Móstoles a Valdemoro (val de moro) hay cuatro leguas  iiij.”

Cuatro leguas, lo que equivale, si hablamos de la legua vulgar o común establecida por Felipe II, a unos 22 kilómetros y poco más. Un trecho que hoy podría cubrirse en bicicleta en un par de horas, pero que entonces suponía una jornada entera de polvo, sudor y mulas.

Curiosamente, ni Villuga ni sus sucesores, Meneses y Ambrosio de Salazar, detallan en sus obras el paso por localidad alguna entre Móstoles y Valdemoro. Un vacío geográfico que, confieso, siempre me resultó extraño. ¿Cómo era posible que en más de veinte kilómetros de trayecto no hubiera una sola mención, ni una venta, ni una aldea digna de figurar en las páginas? Algo, sin duda, se nos escapaba, y la única forma de entenderlo era seguir el camino con los pies, a rueda y con los ojos.

Móstoles, en cualquier caso, no era entonces un simple caserío de paso. Aparece citado en tres de los ciento treinta y nueve caminos que Villuga recopiló en su obra. En aquel año de 1546 contaba con unos trescientos vecinos. No hablamos, conviene recordarlo, de habitantes, sino de fuegos, de cabezas de familia. En la España de los Austrias, la palabra vecino tenía un peso administrativo y casi moral: quien era vecino tenía casa abierta, obligaciones fiscales y voz en el concejo. Así que, aplicando el coeficiente demográfico habitual de cuatro o cinco almas por fuego, Móstoles debía rondar entonces entre mil doscientas y mil quinientas almas. Una villa modesta, sí, pero viva, con sus campos de cereal, su iglesia, su mercado y sus gentes que, sin saberlo, pisaban cada día los restos de un camino que unía dos mares y dos mundos.

Pero no adelantemos acontecimientos. Como en todo viaje que se respete, conviene avanzar paso a paso, con la paciencia del ciclista que escucha el rumor antiguo de los caminos bajo las ruedas.

Móstoles, Encrucijada de Reinos: Un Retrato de los Siglos XV y XVI

En los albores de la Edad Moderna, cuando Castilla se desperezaba del medievo y los Reyes Católicos tejían la urdimbre de un reino unido bajo una sola corona, existía al sur de la naciente corte de Madrid una villa modesta, de nombre antiguo y resonancia dura: Móstoles.

Ni era corte, ni villa rica, ni plaza de armas; pero su historia, como tantas en Castilla, se escribió al paso de los caminos, con polvo, ganado y viajeros por tinta.

Aquella tierra de cereal y rebaños, surcada por las huellas de carretas y herraduras, guardaba un destino que no figuraba en los mapas del poder, pero sí en los itinerarios de quienes hacían caminar el reino: arrieros, correos, soldados, reyes y aventureros. Móstoles fue, y sigue siendo, una encrucijada de reinos, un cruce donde la geografía y la historia pactaron una tregua para dejar constancia de su importancia.


Orígenes y Escribanía: Móstoles en la Historia

El nombre de Móstoles, esquivo a la certeza de los filólogos, aparece en viejos documentos como Mosteles o Monsteles. No hay consenso sobre su etimología, pero sí certeza de su arraigo en la vieja Meseta.

Se sospecha que los primeros moradores levantaron sus casas sobre el Cerro Prieto, donde aún se han hallado restos de antiguas construcciones. No sería extraño: la altura siempre fue aliada de los hombres que temen a los ríos y a las guerras.

Algunos eruditos modernos, entre ellos el profesor Jesús Rodríguez Morales, llegaron a sugerir que Móstoles podría identificarse con la romana mansio de Titulciam, una de las paradas en las calzadas del Imperio. Hipótesis atrevida, pero reveladora: la trascendencia de Móstoles no nació con los Austrias, sino que venía gestándose desde siglos antes, bajo la disciplina de la piedra y el tránsito.


En el siglo XV, Móstoles era una villa pequeña, humilde, con la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción como epicentro y testigo. Su torre y cabecera, mudéjares, respiraban el aire mestizo de los siglos XII y XIII, cuando lo islámico y lo cristiano se cruzaban en el arte con más tolerancia que en la espada.

Bajo el señorío de familias poderosas, los Daza, los Guzmán y los Vargas, la villa dependía del arzobispado de Toledo. Pero a medida que Castilla se rehacía del desastre del siglo XIV, Móstoles creció, extendiendo su término por nuevas dehesas como El Visillo, buscando espacio para sus vecinos y su pan.

El siglo XVI trajo un cambio decisivo. Según las Relaciones Topográficas de Felipe II (1576), Móstoles era ya un «pueblecito agrícola» de trescientas familias, unas mil doscientas almas.

Diez años antes, en 1565, había comprado su villazgo, separándose de la jurisdicción de Toledo. Dejó así de ser aldea dependiente, ganando voz propia y sello real, en un gesto tan castellano como valiente: comprar la libertad a golpe de ducados.

Su población era mayoritariamente campesina, trabajadora y callada, sin otra nobleza que la del esfuerzo diario sobre la tierra.



Móstoles: El Cruce de Caminos del Reino

Decir que Móstoles fue un cruce de caminos no es metáfora. En el mapa itinerario de la España del Quinientos, era un punto neurálgico, un nudo de comunicaciones donde se trenzaban las rutas de todo el reino.

Las Relaciones de Felipe II lo confirman: Móstoles era paso obligado para viajeros y correos en cuatro grandes direcciones del Imperio:

- De Valencia hacia Castilla la Vieja.

- De Andalucía hacia Segovia.

- De Extremadura hacia Madrid.

- Del Alcarria hacia el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe.

Por sus calles pasaban reyes y pastores, soldados y mercaderes.

Los rebaños trashumantes que bajaban desde Soria hasta Extremadura cruzaban sus dehesas, haciendo sonar esquilas y polvo sobre la calzada.

Era, en suma, una arteria viva del cuerpo peninsular.

Esa relevancia venía de antiguo, pues las guías de caminos del siglo XVI ya la mencionan:

- El Repertorio de Villuga (1546), la biblia de los viajeros del Siglo de Oro, sitúa a Móstoles entre Valencia y Salamanca, a cuatro leguas de Valdemoro y cinco de Nava la Gamella.

- El Itinerario de Hernando Colón (1517–1520) vuelve a incluirla en sus rutas: de Sotos Albos (Segovia) a Ocaña, pasando por Galapagar y Torrejón de Velasco; y también entre Tarancón y Madrid.

No había duda: Móstoles era el corazón de los caminos que respiraban el pulso de Castilla.

Anécdotas de Reyes y Viajeros

Por esos mismos caminos pasaron las sombras de reyes y las huellas de sus caballos.

Los Reyes Católicos se alojaron en las casas de Payo Cuello, también llamadas de la Jerónima, mientras que el Emperador Carlos V, dueño de medio mundo, descansó en las casas de los Condes de Puñonrostro. La villa, entonces, se vestía de gala, y el aire olía a incienso y a polvo de herraduras.

No todas las visitas, sin embargo, fueron de cortesía.

Corre la tradición, y en Castilla las tradiciones valen tanto como los documentos, de que, al acabar la guerra civil castellana en 1476, Móstoles fue castigada por haber tomado partido por Juana la Beltraneja. La reina Isabel, vencedora, ordenó derribar su torreón y desvió su propia ruta para evitar pasar por la villa rebelde. Hay venganzas que se escriben con fuego, pero se recuerdan con piedra.

Más de un siglo después, en 1593, el sacerdote italiano Giovanni Battista Confalonieri pasó por Móstoles y la describió como "un pueblo grande, con una plaza bonita, una buena iglesia y mejor órgano, célebre en toda España".

Y no mentía: aquel pueblo, pequeño en habitantes pero inmenso en tránsito, era una parada obligada del Imperio.

Móstoles, con sus apenas mil doscientas almas del siglo XVI, fue mucho más que un rincón agrícola. Fue puerta y puente, posada y camino, el lugar donde el polvo del viajero se mezclaba con la oración del campesino.

Hoy, el trazado radial de sus calles aún conserva la memoria de esa vieja vocación: ser el nudo donde Castilla se cruzaba consigo misma.



Km 00,000.

Iniciemos el recorrido desde la Plaza del Pradillo de Móstoles, corazón viejo de la villa, donde confluyen las sombras de lo que fueron el Camino Real de Extremadura y el Camino a Castilla la Vieja. Aquí, en otro tiempo, resonaba el trote de las caballerías, el chirrido de los ejes de los carros y el bullicio de arrieros, soldados y peregrinos. En este punto se encontraba la venta y la posta, esa parada obligada para todo viajero que aspirase a continuar su marcha con montura fresca, o al menos con las fuerzas repuestas. Desde allí partía también el Camino de Humanes, una vía secundaria pero bien conocida en los siglos del XVI al XVIII.

A la altura de la actual Plaza del Lavadero, donde manaba un antiguo manadero o fuente, aquel rumor de agua que daba vida y frescor a la villa, el camino abandonaba el casco urbano y tomaba rumbo sureste, dirección que, curiosamente, Villuga omite en su Reportorio, aunque habría sido una orientación de gran provecho para el viajero. En su primera parte, este Camino de Valencia compartía trazado con los procedentes de Toledo y Andalucía, lo cual ya nos habla de su importancia como vía de enlace entre las dos Castillas.

Km 01,160.

Llegamos a una bifurcación, justo donde hoy se levanta el Colegio Villa de Móstoles, antiguamente conocido como Nuestra Señora de los Santos, del que, por cierto, fui alumno en los ya lejanos años ochenta del pasado siglo. A un lado del colegio continuaba el Camino de Humanes, rumbo a Toledo y Andalucía; por el otro se abría la Vereda de Parla, cuyo nombre, claro y sencillo, indica bien su destino.

Y fue precisamente aquí, entre la memoria personal y la huella de los mapas viejos, donde me asaltó la duda: ¿era esta Vereda de Parla la misma que seguía nuestro Camino de Valencia? Apenas había salido de Móstoles y ya me encontraba enfrentado a las incertidumbres del trazado. Villuga, fiel a su costumbre, nada dice sobre posibles poblaciones intermedias entre Móstoles y Valdemoro. Silencio. Y ese silencio, como el de los mapas antiguos, invita a conjeturas.

Existían varias posibilidades, que fui desgranando una a una:

a. Tomar el Camino de Humanes hasta dicha población, para luego seguir hacia Torrejón de Velasco, enlazando con Valdemoro a través del despoblado de Torrepozuela. Un rodeo excesivo: más de 26 kilómetros y medio, con el añadido de tener que vadear el arroyo Guatén.

b. Seguir por la Vereda de Parla hasta Fuenlabrada, y desde allí, pasando cerca de los despoblados de Acedinos y Alúden, conectar con la Cañada de Alcorcón (1208) y continuar a Pinto y luego Valdemoro. Camino plausible, pero de algo más de 24 kilómetros, con barrancos y arroyos que complicarían el tránsito de carretas y bestias, especialmente el barranco de la Fuente y el arroyo de Tajapiés.

c. Otra opción: desde la Vereda de Parla llegar a Fuenlabrada, y de allí a Parla pasando por el despoblado de Loranca, continuando luego hacia Valdemoro. Serían 23,8 kilómetros, pero con varios barrancos traicioneros, sobre todo a la salida de Fuenlabrada y a la altura del viejo Loranca.

d. Y por último, la más directa: seguir la Vereda de Parla hasta Parla, y desde allí proseguir a Valdemoro, un trayecto de 23,2 kilómetros, que se ajusta casi con precisión a las cuatro leguas (22,288 km) que marca el itinerario del Reportorio.


Como quien resuelve un enigma con brújula y paciencia, me incliné por la opción (d). Al fin y al cabo, el mejor camino es siempre el más corto, y este evitaba los barrancos y quebradas que hacían penosa la marcha en los otros. No me lo estaba poniendo fácil el bueno de Villuga, ni a mí ni a aquellos viajeros del siglo XVI, que debieron orientarse con las mismas dudas, preguntando en ventas y cruces, fiándose del sol y del instinto.

Y entonces, casi como una revelación, la clave me vino dada por el mismísimo Hernando Colón, hijo del Almirante y autor de la Descripción y Cosmografía de España (1517). De su pluma se conservan fragmentos de itinerarios que recorren la península como si fueran venas de un cuerpo vivo. En uno de ellos se lee:

"[¿de Valladolid? a Valencia]...por salvador (casas de Salvador de Voltoya) una legua e media e por ximemnuño (Jemenuño) una legua e por cobos (Cobos de Segovia) una legua e por parraces (Abadía de Párraces) media legua e por marugan (Marugan) media legua e por las lastras (Lastras del Pozo) media legua e por guadarrama (Guadarrama) seys leguas (por el Puerto de Tablada) e por nabal quexigo (Navalquejido) legua e media e por colmenero (Colmenarejo) una legua e por el pardillo (Villanueva del Pardillo) legua e media e por la abeguilla (La Veguilla) dos leguas e por mostoles (Móstoles) una legua e por fiagazelos (Fregacedos) una legua e por parla (Parla) dos leguas e por valdemoro (Valdemoro) una legua e por vayona (Bayona / Titulcia) dos leguas e por chinchon (Chinchón) dos leguas e por pozuelo de la soga (Belmonte de Tajo) una legua e por fuentidueña tres leguas e por vellinhon (Belinchón) dos leguas e por tarancon (Tarancón) una legua e por ville (Villarrubia) dos leguas e por zahelizes (Saelices) un legua e por el hato (El Hito) dos leguas e por villar de cañal (Villar de Cañas) tres leguas e por el castillo de garci muñoz (Castillo de Garcimuñoz) tres leguas e por honrrubia (Honrubia) dos leguas e por alarcon (Alarcón) tres leguas e por el campillo dos leguas..." Descripción y Cosmografía de España de Fernando Colón - Tomo 1 / Hernando Colón - 1517

Ahí estaba. Veintinueve años antes que Villuga, Hernando Colón ya había trazado el mismo trayecto, mencionando expresamente las poblaciones que el Reportorio calla. Su itinerario no dejaba lugar a dudas: el camino correcto era la opción (d), pasando por Parla. Incluso proseguía luego hasta Tarancón, siguiendo la ruta que habría de llevarnos a Uclés.

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Curiosamente, Colón asigna cinco leguas entre Móstoles y Valdemoro, mientras que Villuga habla de cuatro. La diferencia se explica fácilmente: Colón empleaba la legua legal, de 4.179 metros, casi un kilómetro y medio más corta que la legua vulgar o común usada por Villuga. Lo confirmaremos cuando alcancemos el paraje de Fregacedos, donde las distancias vuelven a cuadrar.

¿Por qué omitió Villuga estas poblaciones que Colón sí menciona? La respuesta quizá resida en la naturaleza misma de ambas obras. Hernando Colón, en su ambición cosmográfica, quería construir un mapa del mundo conocido, recogiendo datos de sus propios recorridos o de los que le enviaban sus “corresponsales”. Villuga, en cambio, se limitaba a ofrecer itinerarios funcionales, probablemente marcando sobre todo por la existencia las postas del que era Correo Mayor, o incluso ventas donde un viajero podía detenerse, descansar o cambiar de montura.

En aquellos tiempos, el ritmo del viaje dependía del medio y del terreno. Un caballo al paso avanzaba seis o siete kilómetros por hora, pero no más de nueve horas al día. Al trote, alcanzaba doce o trece, aunque no podía sostenerlo más de tres horas. Y al galope, apenas una, recorriendo unos veinticinco kilómetros. Si el terreno era accidentado, todo se reducía a la mitad. De ahí que se establecieran postas cada veinte kilómetros, permitiendo recorrer hasta ciento cincuenta en un día si se disponía de caballos de refresco.

No sería descabellado pensar que el joven Pero Juan Villuga conociera, o incluso participara en, la obra inconclusa de Hernando Colón. Quizá tuvo acceso a sus legajos, y de ellos extrajo buena parte de la información que acabaría plasmando en su propio Reportorio.

Por mi parte, sostengo una hipótesis más antigua aún: que existió un camino romano mil quinientos años antes, que unía el Móstoles romano, probablemente la misma Titulcia de los itinerarios imperiales, con la Titulcia actual, la que fue Bayona de Tajuña. Ese primitivo trayecto, pasando por el Loranca romano, habría dejado su huella en el topónimo “Estrada”, voz que en toda la península designa los antiguos caminos de piedra, como sostenía el erudito Rodríguez Morales. Con el tiempo, al perder Loranca su importancia, la ruta se desplazó ligeramente hacia poniente, conformando el camino medieval y renacentista que ahora seguimos.

Así pues, visto lo visto, optamos por la Vereda de Parla, ese camino venido a menos, pero cuyo nombre, como una contraseña que el tiempo no logró borrar, delata su verdadera naturaleza: era el Camino de Valencia.

Km 02,160.

Comienza el descenso hacia el barranco del arroyo de la Magdalena, también conocido como arroyo de la Reguera, que más adelante se convertirá en el arroyo de los Combos, tributario del río Guadarrama. La pendiente media ronda el –3,4 % durante 580 metros, con picos del –5 %. Es esta la zona más abrupta del trayecto entre Móstoles y Valdemoro, no solo por el desnivel, sino por el propio arroyo: estacional, a veces seco en verano, pero capaz de desbordarse con furia en las lluvias, convirtiéndose en una trampa de barro  para los carros de eje bajo.

Hoy, este punto marca el límite del casco urbano de Móstoles. Aquí empiezan los primeros tramos terreros, los verdaderos restos del camino antiguo. Todo lo anterior ha sido devorado por el urbanismo. Si se hiciera una prospección arqueológica, sin duda aparecerían vestigios, piedras rodadas, fragmentos cerámicos, huellas de herraduras, que permitirían datar este paso, vivo desde hace casi cinco siglos.


Km 02,580.

Vadearía el arroyo de la Magdalena o de la Reguera, y comienzaría el remonte del barranco por la orilla izquierda, más suave y abierta, conocida como el Prado de Alcayalde. El nombre, de raíz árabe, no es casual. Podría derivar del andalusí al-bayād (“blanco”), del que nace nuestro “albayalde”, o quizá de albait, “terreno inculto”. Con el tiempo, la lengua, que todo lo mezcla, lo emparentó con voces como alcaide o alcalde, y así se perpetuó el topónimo: del Alcayalde, o del Alcaide, según los documentos más antiguos.

Hoy, la vereda está cortada por la autovía R-5, construida a principios de este siglo. El camino del Prado de Alcayalde ha desaparecido, sustituido por un sendero moderno que enlaza la urbanización de Loranca con el puente sobre la R-5, allí donde antaño corría la Vereda de Parla que cruza este senderito.

También ha desaparecido el antiguo camino que conducía al despoblado de Fregacedos, llamado Fiagazelos por Hernando Colón, sepultado bajo la urbanización de Loranca, no confundir con el despoblado de Loranca, desde los años noventa. El camino no vuelve a hacerse visible hasta la Fuente de Fregacedos, donde debió alzarse aquel pequeño núcleo casi abandonado ya en el siglo XVI. Desde allí se enlazaba con la Carrera Toledana, el eje que unía Madrid y Toledo, mientras que el camino que seguimos servía de puente hacia Castilla la Vieja, Segovia, Valladolid o Salamanca, tal como señala nuestro venerable Reportorio de Caminos.


Km 4,600.

Tras cruzar lo que hoy no es más que una isla de hormigón y hierro, resto del progreso y sus cicatrices, conocida como urbanización Loranca, el camino se abre paso hasta una pequeña arboleda que sobrevive obstinada en el fondo de un barranco menor, horadado desde siglos por un manantial de agua viva. Es el venerable manadero que dio origen a la Fuente de Fregacedos, punto neurálgico donde confluían antiguamente tres rutas esenciales: la procedente de Toledo, la de Madrid, la fortaleza hispanomusulmán de Olmos y la nuestra, la de Valencia.


No es casual que los viejos itinerarios llamasen a este tramo Carrera Toledana. En la Edad Media, y aún hoy, en la toponimia que resiste al tiempo, el término Carrera no tenía el sentido banal de “vía rápida” o “trayecto” que le damos ahora. Venía del latín carrāria, o via carrāria, literalmente “camino para carros”. Aquella palabra contenía la esencia de su función: era una vía suficientemente ancha, firme y transitada como para permitir el paso de vehículos de ruedas, mulas de carga y carretas de eje ancho, el verdadero sistema nervioso del transporte en los siglos oscuros y luminosos de nuestra historia.

Según estudios de toponimia medieval, carrera se documenta ya a principios del siglo IX. Y no es un detalle menor: allí donde aparece el término, suele encontrarse un eje de comunicación interurbano de gran antigüedad, a menudo heredero directo de una calzada romana o de una vía consolidada por siglos de tránsito. En buena medida, una carrera no era solo un camino: era una promesa de continuidad, una declaración de utilidad pública, una línea que unía mundos y gentes a través del polvo, la piedra y el sudor.


Como señala Hernando Colón en su Itinerario de Valladolid a Valencia, completamos aquí la primera legua desde nuestra salida de Móstoles, una medida algo más corta que la utilizada por Villuga en su Reportorio de Caminos. Ese pequeño desfase, aparentemente insignificante, no deja de ser una clave para entender las diferencias entre los cálculos de ambos cronistas: uno, el humanista meticuloso que quiso poner el mundo en orden a golpe de leguas; el otro, el práctico recopilador de distancias del siglo XVI, atento más al tránsito que a la precisión métrica.

Así pues, bajo nuestros pies, bajo esta capa de cemento que disfraza el paisaje con modernidad y ruido, discurre la memoria de una vía antigua, aquella que los hombres del XVI habrían reconocido por su rumor de ruedas y el resuello de las bestias. Y aún hoy, si uno se detiene en silencio, puede escuchar entre los álamos y los juncos el eco apagado de aquellas carretas, el chirrido de los ejes, el grito del carretero que instaba a las mulas con un “¡arre, valientes!” que el viento repite, como una plegaria en lengua muerta.

En torno a esta fuente, humilde pero esencial, se cruzaban los destinos de tres Castillas: la vieja, la nueva y la de Toledo, que no era sino el corazón espiritual de ambas. Era un lugar de paso, de encuentro y de noticias, un punto donde los caminos se tocaban y se reconocían, como viejos amigos que se cruzan al atardecer después de años de separación.

Fregacedos: El Despoblado cuya Historia fue Borrada por los Robos

Hay lugares que desaparecen sin ruido, tragados por la tierra y el olvido, como si nunca hubiesen existido. Fregacedos fue uno de ellos.

Una pequeña aldea castellana con una historia antigua, casi venerable, y un final tan trágico como injusto. Hoy, apenas queda su nombre en algún pliegue de mapa o en la memoria de los arqueólogos obstinados. Fue uno de esos despoblados medievales que pueblan la meseta central como cicatrices mudas de una historia mayor.

Entre Fuenlabrada y Móstoles, al suroeste de Madrid, se alzaba este enclave olvidado que, durante siglos, fue lugar de paso, de oración y de disputa. Y como tantos pueblos de Castilla, murió no por guerras ni pestes, sino por algo más triste: los robos y los agravios de sus propios vecinos.


El Origen de un Nombre Enigmático

El primer latido de Fregacedos se remonta a los días de Alfonso VII, el Emperador.

Corría el año 1144 cuando el rey, en una de esas donaciones que mezclaban política, fe y conveniencia, entregó el lugar bajo el nombre de Freguezedo al obispado de Segovia.

Aunque en lo administrativo pertenecía a la tierra de Madrid, su jurisdicción se hallaba entonces bajo el reino de Toledo, esa frontera viva entre lo cristiano y lo musulmán que respiraba todavía los ecos de la Reconquista.

Su nombre, sin embargo, sigue siendo un enigma.

El topónimo Fregacedos, como muchos en la vieja Castilla, suena a piedra y a agua.

Todo apunta a que el agua fue su esencia, lo que explicaría la persistencia del nombre en la Fuente de Fregacedos y en el arroyo del mismo nombre, que aún serpentea bajo la tierra que lo olvidó.

Algunos estudiosos han querido ver en frega- la raíz del verbo fregar, restregar o pisar. Así, Fregacedos habría significado algo semejante a “el lugar del tránsito y del pisoteo junto al agua”, acaso aludiendo al paso incesante de rebaños y caminantes.

Otros, con más audacia que certeza, como el profesor Jesús Rodríguez Morales, propusieron una etimología latina: Fabricam aciarium, “fragua de acero”, lo que sugeriría un manantial poderoso o un taller hidráulico perdido en el tiempo. Esta es mi favorita.

Sea como fuere, en ese nombre antiguo late todavía el rumor del agua y del esfuerzo humano.


Un Cruce de Caminos en la Vieja Castilla

Fregacedos no era un simple caserío de labradores.

Su emplazamiento lo convertía en un punto clave en la red viaria medieval. El documento de donación de 1144 lo sitúa “inter turrem de Monstoles, et illam carreram qua itur de Magerito ad Ulmos”, entre la torre de Móstoles y el camino que iba de Madrid a Olmos.

No era una frase cualquiera: en esas líneas se dibuja el mapa de un cruce esencial, un nudo de caminos donde confluían rutas antiguas, quizá incluso una calzada romana.

Durante siglos, por sus sendas pasaron mulas cargadas de trigo, correos reales y clérigos errantes. En el siglo XV, Fregacedos seguía vivo y habitado: lo prueba un documento eclesiástico de 1427, que menciona su cura, sus feligreses y hasta los bienes de su iglesia, un cáliz de plata y un misal.

Había vida, misa y campana; había comunidad.


La Ruina por el “Maltrato” Vecinal

Y sin embargo, hacia finales del siglo XV, la historia de Fregacedos se quebró.

No por fuego enemigo ni peste, sino por la más ruin de las causas: los abusos de los pueblos vecinos.

Así lo relatan las Relaciones Topográficas de Felipe II (1576), donde se dice que los habitantes de Fregacedos, como los de la vecina Loranca, tuvieron que abandonar sus casas a causa de los “maltratos” sufridos a manos de Móstoles, Moraleja y Humanes.

Maltratos que, traducidos al lenguaje llano de Castilla, significaban robos continuos de ganado, destrozos, y la impunidad de quienes podían más.

Acosados y sin justicia que los amparase, los aldeanos tomaron la decisión más dura que puede tomar un campesino: irse.

Dejaron atrás su iglesia, sus corrales, sus muertos y su fuente, y fundaron un nuevo poblado en un lugar más seguro: Fuenlabrada, cuyo nacimiento se sitúa hacia 1375.

Así, el viejo Fregacedos se convirtió en despoblado, y su memoria quedó disuelta entre barbechos y lindes.


La Memoria de San Marcos

Pero incluso los lugares muertos conservan su alma.

El de Fregacedos se llamó San Marcos.

En el paraje donde antaño se alzaban sus casas, sobrevivió una ermita dedicada al santo evangelista, levantada probablemente antes del siglo XIV. Allí vivió un ermitaño, uno de esos hombres que huyen del ruido para buscar a Dios en el polvo y la soledad, guardián de algunas reliquias y de la devoción de los vecinos, que viviría de la limosna y gracia de los viajeros que pasaban por su puerta.

La pequeña construcción resistió siglos, convertida en santuario de los de Fuenlabrada, hasta que fue demolida en el siglo XIX.

A su alrededor creció una tradición que sobrevivió al olvido: la romería de San Marcos, celebrada cada 25 de abril, cuando los vecinos acudían al lugar con cántaros y rezos, buscando el agua dulce de la Fuente de Fregacedos, que surtía de vida al pueblo nuevo.

Esa romería, mezcla de fe, costumbre y memoria, pervivió hasta bien entrado el siglo XX, como un eco lejano de aquel poblado desaparecido.

Hoy, el nombre de Fregacedos aún flota sobre la geografía moderna de Fuenlabrada, en los barrios de Loranca y Nuevo Versalles, recordando que bajo el asfalto y las avenidas late un pasado más antiguo que la ciudad misma.



La huella bajo el asfalto

El camino se interrumpe aquí, por ahora, en la Fuente de Fregacedos, donde el agua brota, en ocasiones, todavía como un testigo silencioso de los siglos. Alrededor, los nombres antiguos, Loranca, Alcayalde, Valdemoro, laten como si aguardaran a quien los despierte.

Allí donde el asfalto cubre los rastrojos y el ruido de la autovía ahoga el rumor de los carros, aún vive el eco del Camino de Valencia. Bajo los cimientos de las urbanizaciones modernas y los puentes de hormigón, duerme la calzada medieval, la vereda por donde pasaron las mulas de los arrieros, los correos del rey, los hombres que unieron Castilla con el mar.

Rehacer este trayecto no es un capricho erudito, sino un acto de fidelidad. A quienes caminaron antes, y a los lugares que les dieron paso. Porque mientras haya quien los recuerde, los caminos no mueren: solo esperan ser andados de nuevo.

Y así, entre el rumor virtual del agua de Fregacedos y el zumbido de los coches que pasan indiferentes, concluye esta primera etapa de nuestra aventura. No hemos hecho más que comenzar. Quedan leguas por recorrer, nombres por rescatar y piedras que volver a escuchar.

El polvo de los siglos no borra los caminos. Solo los cubre. Y basta una mirada atenta, o un corazón terco, para volver a verlos brillar bajo el sol de Castilla.