Introducción: Una Red Vial en Crisis Permanente
En la España del siglo XVI, aquel monstruo de polvo, oro y fatigas que gobernaba medio mundo, se produjo una paradoja digna de los cronistas: cuanto más grande se hacía el Imperio, más miserables eran los caminos que lo sostenían.
El tránsito se multiplicaba como hormiguero en verano. Funcionarios con capa raída, peregrinos con fe de hierro, estudiantes famélicos, arrieros de verbo áspero y mercaderes de toda laya cruzaban los caminos de Castilla y Aragón, de Galicia a Sevilla, como si el suelo mismo del reino se hubiese echado a andar. Sin embargo, el soporte físico de tanta movilidad era un desastre casi medieval: una red viaria que apenas merecía el nombre, heredera exhausta de las viejas calzadas romanas, desatendida, desigual y frágil como un barro seco.
La mayor parte de aquellos caminos eran simples sendas de tierra, “térreos” los llamaban, que en verano se convertían en polvaredas infinitas y en invierno en lodazales donde se empantanaban mulas y ánimos. Y sin embargo, por ellos se movía la vida del imperio.
Conviene hacerse la pregunta esencial: si los caminos eran tan necesarios, ¿quién demonios se encargaba de mantenerlos?
La respuesta no tiene héroes ni gestas, sino una madeja de responsabilidades fragmentadas, de municipios pobres, gremios exhaustos y una Corona que, mientras vigilaba los confines de Europa, delegaba en los pueblos el polvo que levantaban sus propios ejércitos.
I. El Mantenimiento: una Carga Municipal y Gremial
La primera ley no escrita del Siglo de Oro era esta: el rey mandaba, pero los pueblos pagaban.
El mantenimiento de los caminos no era asunto de la Corona, que se reservaba la gloria y el diezmo, sino de los concejos locales, los gremios y, en último término, del buen o mal querer de los vecinos.
1. Concejos y Municipios
El arreglo y construcción de los caminos se consideraban una obligación vecinal. Las villas afectadas por el tránsito debían costear las obras y reparaciones, so pena de quedar aisladas o arruinadas. En Talavera, por ejemplo, los vecinos se deslomaban manteniendo el puente sobre el Alberche, vital para el comercio del trigo y la lana.
Era el precio del progreso: si querías camino, lo pagabas. Si no, te hundías en el barro.
2. Gremios de Mercaderes
Los gremios de mercaderes y arrieros, que eran la arteria comercial del reino, también contribuían. No por patriotismo, sino por necesidad. Los Reyes Católicos habían creado en 1497 la Real Cabaña de Carreteros, una organización destinada a disciplinar y coordinar a quienes movían las mercancías y mantenían vivas las rutas. Aquella institución fue, en cierto modo, el esqueleto del transporte peninsular.
Pero los fondos eran escasos, y el polvo, infinito.
II. La Corona: Control Estratégico y Obras Militares
La Monarquía Hispánica, ese gigante de armadura dorada y pies de barro, apenas ponía dinero en los caminos civiles. No obstante, sí intervenía cuando el asunto tenía que ver con la artillería, la guerra o la correspondencia real.
- Obras Específicas: Cuando un ejército debía pasar, los caminos se reparaban con urgencia y los puentes brotaban como milagros. El propio Felipe II, entre 1583 y 1586, ordenó levantar un puente monumental de veintidós ojos sobre el Pisuerga, una obra digna de un ingeniero imperial. Pero una vez pasado el convoy, la vía volvía a hundirse en el abandono.
- La Red de Correos: El correo era otra cosa: la arteria invisible del poder. La Casa de Taxis organizaba un sistema de postas donde los jinetes cambiaban de caballo cada veinte kilómetros, cubriendo distancias impensables: hasta doscientas leguas al día. Figuras como Pedro Juan Villuga o Alonso de Meneses, Correos Mayores del reino, diseñaron una red que unía virreinatos y ciudades con la precisión de un reloj de Nuremberg.
Pero ni ellos arreglaban caminos: solo los atravesaban a toda velocidad, dejando atrás, en cada posta, una nube de polvo y algún posadero malhumorado.
III. Financiación: El Costo Recaía en el Viajero
Como siempre, cuando el Estado no paga, paga el caminante.
El viajero del siglo XVI no solo se jugaba la vida entre bandidos y barrizales: debía además abrir la bolsa a cada paso.
1. Pontazgo y Barcaje: El obstáculo más común eran los ríos. España estaba llena de ellos, pero casi ninguno navegable. Para cruzarlos había que pagar. Los peajes se llamaban pontazgos si eran por puente, barcajes si se cruzaba en barca. A veces el peaje costaba más que la mercancía, pero no había alternativa.
El Puente del Arzobispo, levantado a fines del siglo XIV por Don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo, fue un ejemplo de ingeniería y negocio: construido para aliviar el paso de peregrinos hacia Guadalupe, terminó convirtiéndose en una mina de rentas eclesiásticas.
2. Señoríos y Órdenes Militares: Los grandes señores, la Corona y las Órdenes Militares monopolizaban los cruces y sus rentas. Santiago, Calatrava o Alcántara, custodios de los viejos territorios fronterizos, cobraban a cada viajero que osaba pasar por sus dominios.
El camino era del rey, pero el peaje, del señor.
3. Aduanas y Pechos: Y si el viajero creía haber terminado con los pagos, se equivocaba. A las puertas de cada reino, señorío o encomienda, aguardaban las aduanas, donde se cobraban los portazgos o pechos. En lugares como Segura de la Sierra, bajo dominio santiaguista, todo estaba tasado: el tránsito del ganado, el pan del horno, la carne de la carnicería y el aire que se respiraba en las ferias.
Viajar, en definitiva, era un privilegio caro.
IV. La Santa Hermandad y la Seguridad
Y, por si el polvo y los impuestos no bastaran, estaban los bandidos.
- Bandolerismo: Cataluña, Sierra Morena y los pasos de montaña eran el escenario ideal para los salteadores. Hombres sin suerte ni ley, veteranos de guerra, fugitivos o simples desesperados que hacían del camino su coto de caza.
El viajero andaba siempre con una mano en la espada y la otra en la alforja.
- La Santa Hermandad: Para contener el caos, los Reyes Católicos fundaron en 1476 la Santa Hermandad, una especie de policía rural con facultades para juzgar y ahorcar en la misma encrucijada al malhechor. Sus horcas, plantadas junto al camino, eran más eficaces que cualquier sermón. La justicia, en aquellos tiempos, se administraba con soga y ejemplo.
V. Las Causas del Deterioro: El Precio del Imperio
La red de caminos del siglo XVI era un espejo fiel de la España que los parió: grandiosa en ambición, pero pobre en cimientos. El abandono y el deterioro nacieron de un cóctel perfecto de crisis económica, geografía cruel, inseguridad y olvido político.
1. Crisis Financiera y Falta de Inversión Estatal: Castilla sangraba por los cuatro costados del Imperio. El oro de América no bastaba para cubrir las guerras de Italia, Flandes o el Mediterráneo.
El dinero se iba a sostener ejércitos, armadas y virreyes, no caminos.
La Monarquía delegaba el mantenimiento en los municipios, que bastante tenían con sobrevivir. Los concejos pobres apenas reunían fondos, y cuando los reunían, la lluvia y el tiempo los devoraban. Solo se reparaban las rutas de interés militar, aquellas por donde rodaban los cañones o marchaba el rey.
2. Desafíos Geográficos y Climáticos: La península era dura, y los caminos, precarios. Las viejas calzadas romanas, donde aún se veían las huellas de los carros imperiales, servían como única base.
El viajero del Siglo de Oro encontraba tramos pedregosos, abruptos y helados.
En verano el polvo cegaba, en invierno el barro devoraba.
Los ríos, sin puentes estables, eran un suplicio: los de piedra eran raros y antiguos; los de madera, efímeros. Muchos se cruzaban a vado, rezando por no perder la bestia ni la carga. Y quien optaba por la barca debía pagar caro el privilegio.
Las DANAS no son un fenómeno exclusivo de nuestros tiempos. Quienes recorremos los viejos caminos hemos sido testigos recientes de sus estragos: aquellas gotas frías de 2023 que arrasaron puentes, deshicieron sendas y cubrieron de arena los trazos del paisaje. Han pasado casi tres años, y aún yacen sin reconstruir muchos de esos humildes puentes vencidos por las avenidas. Esa misma fuerza, la hidrodinámica implacable de los ríos peninsulares, fue, siglos atrás, la que borró del mapa no pocos puentes romanos, víctimas del mismo enemigo líquido que siempre acecha al viajero.
3. Factores Sociales y de Inseguridad: La inseguridad completaba el cuadro. Bandoleros al acecho, ventas miserables y despoblados inmensos hacían de cada jornada una aventura.
La despoblación, tras la expulsión de moriscos y la emigración a las Indias, dejó amplias zonas desiertas. Las ventas, a veces simples chozas, ofrecían más pulgas que reposo.
Al mismo tiempo, la corte errante y el auge del correo impulsaron rutas nuevas, relegando al olvido caminos históricos como el de Uclés, antaño vital y ahora perdido bajo la maleza.
Y, por si faltara algo, las disputas jurisdiccionales entre señoríos, órdenes y concejos entorpecían cualquier intento de mejora: cada cual quería cobrar, pero ninguno pagar.
Epílogo: El Polvo del Imperio
Así era la España del Siglo de Oro: un imperio que enviaba galeones a América pero no podía garantizar un puente sobre el Alberche.
Entre el polvo y el pontazgo se movía la vida cotidiana del imperio, sostenida por los hombros anónimos de carreteros, alcaldes de aldea y arrieros que sabían más de barro que de gloria.
Y, mientras tanto, los correos del rey galopaban sobre caminos rotos llevando órdenes imperiales a un mundo que, desde los puertos de Sevilla hasta los desfiladeros de los Pirineos, parecía sostenerse a fuerza de milagro y obstinación.