En la España de los Austrias, viajar era un acto de fe y de coraje. No existían autopistas ni carteles luminosos, sino polvo, barro y sendas inciertas que se retorcían entre montes, vegas y páramos.
Moverse, entonces, no era placer sino empresa: una aventura donde el azar, la fatiga y el miedo eran compañeros inevitables. Y sin embargo, fue en aquel siglo XVI, el del oro americano y las sombras del Imperio, cuando la necesidad de comunicarse forzó al Estado a trazar la primera red organizada que uniría sus dominios: el sistema de postas.
Aquel sistema, discreto y eficaz, cambió la forma en que el Imperio respiraba. Porque más allá de su apariencia técnica, las postas fueron una arteria de poder, el circuito invisible donde viajaban las órdenes reales, los secretos de la Corona y las nuevas del mundo.
En este galope silencioso de la Historia, los caminos se convirtieron en un mapa oculto, y conocerlos equivalía a gobernar.
1. Qué eran las Postas y Cómo Funcionaban
La palabra posta encierra una disciplina y una promesa: velocidad.
Era el engranaje que hacía posible que un mensaje saliera de Valladolid y llegara a Sevilla en apenas unos días. En una época donde el tiempo se medía por soles y campanas, aquello era casi magia.
La logística del Imperio.
Un jinete con un solo caballo podía recorrer cincuenta, acaso sesenta kilómetros diarios antes de agotar la montura. Pero el genio de las postas consistía en establecer relevos cada veinte kilómetros, donde aguardaban caballos frescos y hombres de oficio. Así, el correo o mensajero cambiaba de animal y proseguía su ruta sin demora.
De esta manera, un mensaje podía recorrer doscientos kilómetros al día, como una flecha invisible surcando Castilla.
Los hombres del camino.
El sistema exigía orden y disciplina. En cada posta reinaba un maestro de postas, encargado de mantener caballos, arreos y comida; bajo él trabajaban postillones, mozos endurecidos por el viento que acompañaban al correo hasta la siguiente estación y devolvían después las bestias al punto de origen.
Todo estaba calculado para que el tránsito no se detuviera jamás, de día o de noche, bajo el sol o la escarcha.
De privilegio real a servicio público.
Durante las primeras décadas del siglo XVI, las postas eran monopolio del rey. Solo la Corte y sus negocios podían hacer uso de ellas: órdenes militares, despachos secretos, correos del Consejo de Estado.
Pero la necesidad abrió el paso a la costumbre. Hacia 1580, se establecieron correos ordinarios y periódicos accesibles a particulares, y pronto casi todas las villas importantes contaron con su maestro de postas y su servicio regular a Madrid.
Así nació la primera red de comunicaciones moderna de la península, una telaraña de caminos donde el poder se movía a caballo.
2. El Monopolio del Movimiento: La Casa de Taxis y el Control Real
Ningún Estado puede moverse sin controlar sus propias arterias.
Por eso, la red de postas no fue nunca un negocio libre, sino un privilegio vigilado por el poder real.
Los Reyes Católicos, siempre atentos a la necesidad de unir sus reinos dispersos, crearon el cargo de Correo Mayor de España, y lo entregaron a manos confiables. Con el tiempo, la gestión acabó dominada por una familia cuyo apellido sonaba más a castillo alemán que a posada castellana: los Taxis / Tassis, o, en su forma completa, Thurn und Taxis.
Aquellos banqueros de la velocidad levantaron un imperio dentro del Imperio.
Desde sus casas de Bruselas y Valladolid, tejieron una red de mensajeros que servía por igual a príncipes y papas, haciendo del correo una empresa internacional antes de que existiera el concepto.
En España, nombres como Pedro Juan Villuga o Raimundo de Taxis aparecen ligados al cargo de Correo Mayor.
En 1579, tras la muerte de Raimundo, Felipe II, siempre meticuloso y algo desconfiado, intentó liberalizar el sistema: puso en arriendo los servicios y permitió licitaciones locales. Pero el experimento fue un desastre. Los caminos se llenaron de retrasos, engaños y caballos famélicos.
El rey, que no toleraba el desorden ni en el papel de una carta, volvió a centralizarlo todo. Finalmente, el servicio pasó de nuevo al control de los Taxis, y en 1706 fue absorbido por la propia Corona, cerrando el círculo.
Aquel control del movimiento equivalía a controlar la información.
Y en una monarquía que se extendía de Flandes a Filipinas, saber antes que los demás era un arma tan valiosa como la artillería.
La Batalla por la Geografía y el Secreto de los Caminos.
En el siglo XVI, la geografía no era ciencia: era poder. Saber por dónde discurrían los ríos, dónde se alzaban los puentes o qué senda cruzaba los montes equivalía a dominar el territorio y sus rentas.
Por eso, la Corona guardaba celosamente el conocimiento de sus caminos, igual que un espía guarda sus claves.
Intereses fiscales y militares.
Las Órdenes Militares, en especial la de Santiago, controlaban pasos fluviales y puentes, cobrando derechos de tránsito: el pontazgo, por pasar puentes, o el barcaje, por cruzar ríos en barca.
Conocer un vado oculto o un camino alternativo era sustraer riqueza y control al rey o a la orden.
En el río Tajo, por ejemplo, la Orden de Santiago dominaba puntos estratégicos como Estremera, Fuentidueña o Alharilla, custodiando el paso y las monedas que lo acompañaban.
El veto de Carlos I.
La obsesión por el secreto alcanzó su punto álgido con el ambicioso proyecto de Fernando Colón / Hernando Colón, hijo del Almirante.
Entre 1517 y 1523, Colón recorrió España enviando emisarios que medían distancias, censaban vecinos y anotaban caminos con precisión científica. Pretendía crear la primera “Descripción y Cosmografía de España”, una obra monumental que habría sido el Google Maps del Renacimiento.
Pero el sueño se truncó: en 1523, el emperador Carlos I ordenó detener el proyecto, confiscar los papeles y revocar los permisos.
El Consejo de Castilla no podía permitir que un particular poseyera semejante caudal de información.
El cronista Juan Pérez escribió que fue la “envidia” la que frustró la obra. Pero la verdad es más simple: la envidia era política.
Quien dominaba el conocimiento del territorio, dominaba el reino.
3. La Publicación de los Itinerarios: ¿Conveniencia o Propaganda?
A pesar de ese celo por el secreto, la necesidad acabó imponiéndose.
El comercio, la fe y la curiosidad del hombre empujaron a divulgar, aunque fuese parcialmente, las rutas del Imperio.
Así nació el Reportorio de todos los caminos de España, obra del propio Pedro Juan Villuga, impresa en Medina del Campo en 1546.
A simple vista, era un manual técnico, pero en realidad fue un acto político: el intento de ordenar el caos, de ofrecer a la España itinerante un espejo de sí misma.
Certeza y utilidad.
Villuga, Correo Mayor del Consejo de Estado, dedicó su obra al Duque de Arcos y explicó sus propósitos con claridad castellana:
“Reducir a orden y concierto todas las ciudades, villas y lugares y hasta las ventas que en España hay, poniendo el cierto y verdadero camino y distancia.”
No era poca cosa.
Su reportorio contenía 139 itinerarios con distancias exactas en leguas, permitiendo a comerciantes, arrieros o peregrinos orientarse con un formato de bolsillo: el primer GPS de papel.
Su objetivo era aliviar “las congojas y solicitud” de los viajeros engañados por rumores y caminos falsos.
Y con él nació una nueva forma de viajar: el viaje calculado, racional, donde el azar se convertía en medida.
Motivos ocultos.
Si la Corona desconfiaba tanto del conocimiento geográfico, ¿por qué permitió estas guías?
La respuesta, como siempre en el Imperio, mezcla pragmatismo y poder:
- Fomento económico: Los itinerarios impulsaban el comercio: lana, vino, seda, trigo. Las rutas claras eran la sangre que hacía latir las ferias de Medina, Burgos o Toledo.
- Afirmación política: En la edición revisada por Alonso de Meneses (1576), aparecieron nuevas rutas: de Madrid a Roma, de Valladolid a Madrid. No era casual. Desde 1561, Madrid era la nueva capital, y los caminos debían rendirse a ella como las venas al corazón.
- Dimensión piadosa: Villuga añadió las seis “casas angelicales de Nuestra Señora”, Guadalupe, Montserrat, entre otras, conectando la devoción con la geografía. El mapa se convertía, así, en acto de fe.
Mientras la cartografía precisa seguía siendo materia reservada, los reportorios de caminos sirvieron como instrumento de cohesión y propaganda.
Bajo su apariencia práctica, ordenaban el territorio, centralizaban el poder y reforzaban la idea de un Imperio medido, administrado y visible… al menos en papel.
En aquella España de polvo y postas, el camino era más que tierra batida: era símbolo de control, de jerarquía y de destino.
Y en el galope de los mensajeros, en la fatiga de las mulas y el brillo de los mapas ocultos, se oía el pulso secreto del reino más vasto del mundo.
Un imperio sostenido no solo por espadas y galeones, sino por aquello que nunca se canta en las gestas: los caminos que lo unían todo.


