Decía Norman Foster, arquitecto de rascacielos y ciudades de cristal, que aquello era “lo más impresionante” que había visto en su vida. Y conviene creerle: no lo decía un turista cualquiera, sino un hombre acostumbrado a mirar el mundo desde lo alto de sus propias catedrales de acero.
En Mejorada del Campo, desde 1964, un tal Justo Gallego Martínez se empeñó en retar al tiempo, a la lógica y a la propia Iglesia. Con las manos desnudas, con materiales de desecho y con una fe que rozaba la locura, levantó, piedra a piedra, lo que hoy llaman la Catedral de Justo. Sin planos, sin arquitectos, sin ingenieros. Sólo la obstinación feroz de un campesino que había sido monje y que, expulsado del convento por la enfermedad, decidió edificar en unas tierras heredadas no una casa ni un corral, sino un templo.
Los planos jamás existieron: estaban en su cabeza. Imaginaba y construía. Así de sencillo. Así de desmesurado. Medio siglo después, la cúpula se alza a cuarenta metros del suelo y las torres alcanzan los sesenta, como lanzas apuntando al cielo. El templo mide sesenta metros de largo y guarda en su interior tribunas, claustro, cripta, y un bosque de torres menores. Está consagrado a Nuestra Señora del Pilar, aunque la Iglesia católica jamás lo haya reconocido.
Irónicamente, la fama le llegó gracias a un anuncio de refrescos en televisión. Pero el verdadero prestigio le vino de lejos: del MoMA de Nueva York, que incluyó su obra en la exposición The Real Royal Trip de 2003. Allí, el comisario Harald Szeemann escribió con precisión quirúrgica: “Don Justo transforma sus creencias imperturbables en su lugar de veneración. También en el nuestro”.
Quizá tenga razón: más que un edificio, lo que levantó Justo fue un acto de fe convertido en piedra. Una catedral imposible, nacida del empeño de un solo hombre, como si en pleno siglo XX aún fuera posible la épica de lo inútil.
Amanecía aquel febrero de 2015 con un viento ciclogénico que azotaba la llanura como látigos invisibles. Rachas de treinta y cinco kilómetros por hora hacían temblar los árboles y crujir los cables, pero no bastaron para disuadirnos. El Jarama nos esperaba, y más allá de sus meandros, la desmesurada obra de don Justo Gallego en Mejorada del Campo.
El frío había endurecido el firme y eso jugaba a nuestro favor: las ruedas mordían la tierra helada como cuchillos en pan duro. Rápidamente alcanzamos Parla, una ciudad que atravesamos casi sin mirar, deseando escapar de su asfalto para recuperar el polvo y la piedra. Y así fue: enlazamos con Pinto por el camino de Torrejón de Velasco, hasta desembocar en la vieja Cañada Real Galiana, ese antiguo corredor de trashumancia que acompaña al arroyo Culebro, nacido kilómetros más arriba junto al despoblado de Polvoranca.
Pedaleábamos aguas abajo, bajo la silenciosa vigilancia de los búnkeres de la Guerra Civil que jalonan el camino, como fantasmas de hormigón plantados a la orilla del arroyo. En Cuniebles cambiamos de margen, y la Galiana, caprichosa, se ensanchaba como si quisiera recordarnos que un día fue arteria viva del ganado y de los hombres. De camino a la Salmedina de Madrid, en el cruce con la carretera de San Martín de la Vega, dejamos atrás la cañada para tomar el camino de la Aldehuela a Vaciamadrid.
Ese tramo discurre por las terrazas altas del Manzanares, un lugar donde aún late la memoria: primero encomienda de los caballeros calatravos, luego monasterio de frailes, hoy apenas un despoblado que resiste el olvido. El camino es ancho, con repechos que se hacen notar en las piernas, y salpicado de terneras que nos observaban con esa calma bovina que parece burla. Nos miraban, sí, como preguntando qué demonios hacían esos locos pedaleando contra el viento helado.
Por fortuna, hasta entonces el viento había soplado a nuestro favor. Con él en la espalda alcanzamos la Casa Eulogio, punto en que torcimos el rumbo para bajar a la vega del Manzanares. Cruzamos el río por el puente del Congosto, una vieja herida de piedra que une orillas, y seguimos por el camino de la Salmedina, paralelo al Manzanares, hasta verlo rendirse en el abrazo del Jarama. Allí mismo, en esa confluencia de aguas, se levantaba antaño la aldea de Vaciamadrid, hoy disuelta en la historia, como tantas otras poblaciones tragadas por el tiempo.
Nos íbamos arrimando a la laguna del Campillo de San Isidro, ese espejo de agua que a primera vista parece más propio de tierras africanas que de las afueras de Madrid. Rodeamos su ribera como quien bordea un secreto, y hasta nos permitimos —con la sorna que dan las piernas aún frescas y el viento todavía favorable— la broma de ir de safari, siempre, claro, con el permiso imaginario del rey emérito.
Poco después, el hierro nos salió al paso en forma de puente ferroviario. Viejo, herrumbroso, con ese aire de cicatriz industrial que tanto dignifica un paisaje, nos permitió cruzar el Jarama. Una vez en la otra orilla, pasamos bajo su armazón metálica, como soldados que desfilan bajo un arco de triunfo oxidado, y nos lanzamos a tomar el camino de Velilla a Arganda.
A comienzos del siglo XX aquel sendero fue vía férrea: la del tren de la Azucarera, que unía La Poveda con Torrejón de Ardoz. Hoy es un camino ribereño que sorprende como un golpe de suerte. Uno esperaría fango, charcos, ruedas clavadas en el barro y ciclistas renqueantes. Pero no. El soto frondoso guardaba un firme de cantos rodados, memoria pétrea de los raíles desaparecidos, que lo hacía seco, sólido, y hasta divertido de rodar. Pedaleábamos entre recuerdos de locomotoras y vagones cargados de azúcar, sin el menor barro que estropeara la jornada.
Avanzábamos paralelos al Jarama y a las lagunas que el río, caprichoso, dejó atrás con sus cambios de cauce durante siglos. Agua dormida, juncos que se mecían al viento y aves que parecían dibujadas sobre el horizonte. Pero conforme nos alejábamos del río, el viento se volvía enemigo. Esta vez de frente, como una mano invisible que castigaba cada pedalada. Entre Velilla de San Antonio y el final del recorrido, el aire se empeñó en hacernos la vida difícil, hasta el punto de convertir cada metro en un pulso de voluntades.
Cerca de la depuradora, cruzamos otro viejo puente de tren, testigo de un tiempo en que este Camino de Hierro fue algo más que un sendero de ciclistas obstinados. Porque antes de las bicicletas y de los raíles, aquí hubo viajeros de otra índole. Lo dicen los topónimos, siempre más sabios que los mapas: “Velilla” vendría de velar, de una torre árabe que guardaba el camino. Al otro lado del río, en el paraje conocido como Piul, se alzaba el despoblado de Torrebermeja, nombre que aún resuena con la fuerza de lo perdido. Y no muy lejos, la célebre Casa de Baños de Peralta, a la que acudían desde Madrid en busca de aguas medicinales que prometían curas milagrosas. El acceso era precisamente este mismo camino, que en algunos tramos todavía conserva el nombre de Valdecarros.
Cada pedalada sobre aquel firme parecía pisar sobre capas de historia: árabes vigilando, frailes rezando, señores burgueses bañándose en aguas termales… y ahora nosotros, simples ciclistas, encajonados entre el viento y la memoria.
Conviene recordar que todavía rodábamos por la Salmedina - fahs al-Madina la llamaban los árabes -, tierras fértiles de cultivo que siglos después se convirtieron en coto real de caza y llegaron incluso a pertenecer al Monasterio de El Escorial. Eran dominios que cambiaban de manos como cambian los ríos de cauce: primero labranza, luego escenario de monterías regias, después propiedad monacal. Y hoy, simplemente, territorio atravesado por ciclistas testarudos en busca de una catedral imposible.
Avanzábamos por aquella “vía muerta”, memoria de trenes ya extinguidos, entre sotos y vegas que parecían respirar con el río. A medida que nos acercábamos a Mejorada del Campo, el horizonte nos regalaba la primera visión de la cúpula: la desmesurada mole de ladrillo que algunos llaman la catedral del Jarama.
A nuestra izquierda, al otro lado del agua, quedaba la ermita del Cristo de Rivas, y junto a ella, en lo alto de un cerro que vigilaba como un centinela, los restos del castillo que en otros tiempos controlaba el camino. Piedras arruinadas, sí, pero todavía orgullosas, como si quisieran recordarnos que estas tierras siempre fueron disputadas, siempre vigiladas, siempre defendidas.
Mejorada del Campo aparecía por fin, alzada sobre un altozano que domina la vega del Jarama. Un pueblo obligado a convivir con el estruendo metálico de los aviones que, a pocos kilómetros, descienden hacia Barajas como proyectiles mansos. Fue allí, tras encarar una subida áspera y dejarnos caer después en una bajada breve, donde nos aguardaba la visión completa de la obra de don Justo Gallego: su catedral inmensa, insensata, levantada contra el tiempo, contra el viento y contra el olvido.
Era domingo, y la obra monumental nos recibió con las puertas abiertas. Entramos con las bicicletas como quien penetra en un santuario improvisado, y las apoyamos, casi con reverencia, bajo la gran cúpula. El silencio interior sólo estaba roto por el crujido de la estructura y el rumor del viento que se filtraba por las vidrieras inacabadas.
Allí dentro flotaba también la memoria de aquel anuncio de 2005, cuando Justo Gallego se convirtió, sin proponérselo, en rostro mundial gracias a una campaña publicitaria de Aquarius. Le pagaron 36.000 euros, poco más que una limosna si lo comparamos con lo que vino después: más de 300.000 en donaciones particulares, que él, sin pensarlo dos veces, invirtió íntegramente en su catedral. Ni una peseta fue para él; todo para el templo.
El spot duraba apenas lo justo, pero suficiente para mostrar al mundo lo que ya sabíamos: la obstinación de un hombre convertido en arquitecto de lo imposible. La voz en off recordaba: «Sin apoyo oficial de ningún tipo». Y allí aparecía Justo, trabajando en lo alto de la cúpula sin arnés, soldando barrotes como un funambulista que desafiara la gravedad, caminando sobre planchas de uralita como si fueran tablas de un escenario. Otra frase, contundente, aparecía sobreimpresa: «Recicla latas, ladrillos rotos, ruedas de bicicleta». El clímax llegaba con aquella pregunta lanzada al aire: «¿No es maravilloso? El ser humano es impredecible». Y el viejo, en primer plano, con la sonrisa cansada y luminosa de un abuelo sabio, respondía: «A que sí».
El maestro estaba allí, a pie de obra. Era domingo, y no trabajaba; se guarecía de la ciclogénesis en su pequeño taller de entrada, rodeado de herramientas, planos improvisados y el polvo de medio siglo. Nos acercamos con respeto, casi con timidez, y no pudimos resistir la tentación de pedirle una foto. Accedió sin dudarlo, con esa naturalidad entrañable que siempre lo caracterizó, posando para un selfie con estos ciclistas llegados de los confines de Madrid.
Nos hubiera gustado demorarnos más, contemplar con calma ese Pilar de la Tierra levantado a fuerza de fe y de terquedad. Pero la ruta aún no había terminado y el camino, como siempre, nos reclamaba.
Descendimos por la carretera M-203, dejando atrás Mejorada, cruzando de nuevo el Jarama como quien atraviesa una frontera invisible entre la tierra de los sueños y la vuelta a la realidad. No tardaríamos en abandonar el asfalto para retomar la pista, empujando las bicicletas hacia San Fernando de Henares, donde nos aguardaba el tren que nos devolvería a casa.
Entramos en los dominios de El Negralejo, territorio de tiralíneas y carteles discretos que advertían de “camino sin salida”, como si quisieran poner a prueba nuestra obstinación. Y, sin embargo, ese sendero prohibido nos condujo hacia la ribera del Jarama, cerca de su abrazo con el Henares. Un estrecho sendero, casi secreto, escondido entre la valla de un campo de golf y el murmullo del río, invisible en los mapas, con poco margen de error. Un pasadizo de tierra que parecía hecho para aventureros y que nos condujo, casi como por milagro, al Parque Regional del Sureste.
Tras salvar el enclave de El Negralejo enlazamos con el Paseo del Tiro de Pichón, una vía tan real como simbólica, donde nuestro track —ese hilo conductor desde que abandonamos nuestro pueblo— se rompió. Allí, frente a nosotros, se cerraba el acceso junto a la orilla del Jarama, el camino prohibido hacia la estación. Era un sendero privado, vetado a nuestro paso, como si la naturaleza misma quisiera reservarnos la dificultad final.
Intentamos bordear, buscando el enlace perdido siguiendo por el oeste hacia Coslada, pero el destino quiso que no lo encontráramos. Y así, resignados pero satisfechos, tomamos la carretera de Circunvalación, dejando atrás riberas y recuerdos, hasta llegar a la puerta de la estación de Renfe de San Fernando de Henares. Allí terminó nuestra travesía.
No era sólo un regreso a casa: era la clausura de un viaje tejido con historia, viento, barro, misterios y encuentros improbables. Un viaje que nos había llevado desde los confines olvidados de Madrid hasta la catedral que un hombre levantó con sus propias manos, piedra a piedra, sueño a sueño.