El Jardín es, en su esencia, la contrapartida del Bosque. Un espacio donde la naturaleza, moldeada por la mano del hombre, alcanza su máxima expresión de armonía, pero sin perder nunca su misterio ni su belleza salvaje. Frente al bosque, que siempre tiene algo de lóbrego, de inhumano, de ajeno, un lugar que puede arrebatar la vida con un soplo, el jardín es un espacio más afable, más seguro, pero no por ello exento de sorpresas. Es reino de la calma, pero también de la reflexión profunda, de los sueños hechos realidad y de las aventuras ocultas que se desarrollan en sus rincones secretos. Aquí, las historias no se cuentan solo con palabras, sino también con pétalos, hojas y susurros.
El bosque es el escenario de las pesadillas, donde el riesgo se disfraza de belleza y la aventura se convierte en prueba de supervivencia. En él se forjan las leyendas más oscuras, las que desafían la cordura. Pero el jardín, al contrario, es símbolo de un paraíso perdido, un fragmento de naturaleza domesticada que, al mismo tiempo, conserva su misterio, como un eco de lo que alguna vez fue salvaje y libre. Aquí, en sus senderos cuidadosamente trazados, se pueden vivir aventuras amorosas, tragos amargos de la vida y momentos de pura felicidad, pero también de introspección y disfrute. Un jardín es un espacio en el que la razón se puede expandir y, por qué no, perderse entre laberintos de rosas, fuentes murmurantes y sombra fresca.
Es con esta visión en mente que iniciamos nuestro recorrido, un viaje en el tiempo y en el espacio, como si fuésemos parte de una historia secreta, de esas que solo los iniciados conocen. Y es que, en el fondo, Aranjuez no solo es un jardín; es un paseo por el alma de un país que, a través de sus paisajes, ha visto nacer mitos y leyendas. Nuestra ruta realizada en Abril de 2015 de unos 58 km nos llevará desde las lejanas colinas de Serranillos del Valle hasta la ciudad de los jardines del Tajo, Aranjuez, ciudad donde la historia se funde con la belleza de sus jardines y palacios reales.
Aquí, la historia cobra vida de una manera especial. Nos situamos en el siglo XVI, cuando la Sociedad Secreta de la Niebla encontraba en los jardines su refugio, su lugar de contemplación y de meditación filosófica. A través de las páginas de un libro peculiar, El sueño de Polifilo, o más conocido como La Hypnerotomachia Poliphili, se revelan los secretos de un paraíso oculto en la naturaleza. Y entre sus páginas, hay quienes han querido ver la representación de los jardines de Aranjuez: un lugar que, como aquellos en los que Polifilo se pierde, nos habla de lo inalcanzable, de la belleza fugaz y del misterio eterno.
Uno de los miembros más ilustres de esta sociedad fue el escritor Julio Verne, cuya fascinación por lo desconocido le llevó a entrelazar realidad y fantasía en sus novelas. Como si fuésemos uno de sus personajes más célebres, Phileas Fogg, en LA VUELTA AL MUNDO EN 80 DÍAS, iniciamos este viaje no solo sobre nuestras bicicletas de montaña, sino también sobre las huellas de Verne, de Polifilo y de aquellos que, como ellos, buscaron en el misterio un sentido profundo de la existencia. ¿Y si fuéramos el nuevo Polifilo? ¿Y si, montados en nuestras MTB, seguimos el trazado de aquellos antiguos exploradores y soñadores? El destino nos llama, y Aranjuez es la respuesta.
Nuestro recorrido comienza en Serranillos del Valle, donde tomamos dirección hacia Cubas de la Sagra, y desde allí descendemos por el Camino de Palomero hasta cruzar por debajo de la Carretera de Toledo, como si deslizáramos sobre una hoja de papel en blanco, listos para escribir nuestra propia aventura. Continuamos nuestro viaje, dejando atrás los vestigios de lo urbano, hasta llegar a Torrejón de Velasco, donde tomamos el antiguo camino que une Segovia con Ocaña. Este trazado, lleno de historia, nos lleva hasta la tranquila población de Ocaña, donde entramos por el Camino del Viñón. Y es aquí, en Ocaña, donde comienza el primer ascenso serio del día, un reto que nos conduce al Camino de Esquivias.
Desde esta elevación, el descenso se hace lento, casi como si el tiempo se suspendiera. El puente de Palomero en la vega del Guatén nos espera, silencioso, invitándonos a cruzar y seguir avanzando, al igual que los antiguos viajeros que pasaban por aquí buscando respuestas, o tal vez solo un suspiro de paz en medio de la vorágine de la vida. Aquí, en la quietud del paisaje, se alcanza la sensación de que el camino nunca termina, como si solo cambiara de forma, como si las rutas trazadas por siglos nos guiase hacia un destino aún incierto, pero lleno de significado.
En el itinerario A Toledo por Aram Jovis, ya profundizamos en los jardines secretos de Aranjuez y su conexión con la Sociedad Secreta de la Niebla. Es innegable que la influencia de Julio Verne ha sido fundamental para que generaciones enteras de jóvenes se sumergieran en las aguas del progreso, deslumbrados por las promesas de la ciencia y la exploración. Pero, al mismo tiempo, los otros miembros de esa sociedad —figuras como Gérard de Nerval o Alejandro Dumas, que exploraron territorios más oscuros y casi ocultistas— abrieron las puertas a los laberintos del conocimiento heterodoxo, desafiando a sus lectores a ir más allá de los límites establecidos. Así, la influencia de estos autores se reflejó en artistas como Poussin, cuyas obras están cargadas de símbolos, enigmas y claves que parecen llamar a la mente inquieta para adentrarse en lo prohibido, lo desconocido, lo misterioso.
Es cierto que, en ciertos círculos, se habla de que Verne, a pesar de su genio literario, podría haber tenido tendencias antisemitas y misóginas, algo que compartiría con los impulsores de movimientos oscuros y peligrosos como la Sociedad Thule, vinculada, según los gramáticos griegos, al término Tholo, es decir, la niebla. Sin embargo, al contextualizar estas ideas en el siglo XIX, debemos recordar que las connotaciones que hoy atribuímos a términos como antisemitismo no se reflejaban en el mismo sentido antes de la Segunda Guerra Mundial, ni mucho menos en los círculos intelectuales de su época, donde esas ideas se entrelazaban con las contradicciones de un mundo en transformación. Así, navegando entre las nieblas del pasado, continuamos nuestro viaje, un viaje tanto físico como mental, guiados por las huellas de estos enigmáticos pensadores.
El trayecto nos lleva ahora al ascenso hacia Borox, pasando por la quijotesca villa de Esquivias, que nos recuerda, como un eco lejano, las siluetas de Don Quijote y Sancho Panza cabalgando entre estos campos de La Mancha. Aquí, el viento, como el alma del viejo caballero, sopla entre las colinas y nos lleva, sin prisa pero sin pausa, hasta la raya que separa Madrid de Toledo. Es en este límite, esa línea invisible pero palpable, donde empieza el descenso hacia el Tajo, el río mítico que marca no solo la geografía, sino también el ritmo de nuestra historia.
Es aquí, en la zona del Tajo, donde Borox se revela como un pueblo vampírico: un lugar cargado de historias y leyendas oscuras que parecen tener vida propia, alimentadas por el paso del tiempo y la eterna presencia del río. Atravesamos este paraje místico y continuamos por el Camino Viejo a Aranjuez, que serpentea por el valle formado por el arroyo de Borox, un arroyo que, a pesar de su pequeño tamaño, tiene la fuerza suficiente para irrigar una historia tan rica y profunda como el propio Tajo. Es un paisaje en el que la memoria del invierno pasado aún persiste, transformando los barrancos en un espacio de barrizales y obstáculos imprevistos, que nos obligan a desmontar y caminar un par de veces para superar los desafíos de la naturaleza. Es un recordatorio de que, en el ciclo eterno de la vida, las rutas, al igual que los sentimientos, nunca son completamente llanas; siempre habrá curvas, subidas y bajadas que nos obligarán a detenernos y pensar.
Al llegar a la CM-4001, nos encontramos muy cerca de la orilla derecha del Tajo, un punto estratégico que siglos atrás albergaba la barca de Requena, un paso crucial que permitía a los viajeros continuar su viaje hacia Ocaña. Requena, que hace siglos desapareció, fue una población floreciente en la fértil vega del Tajo. Hoy, apenas quedan vestigios de lo que alguna vez fue, solo la memoria de los viajeros que cruzaban este río para alcanzar sus destinos.
Aquí, en el cruce de caminos, dejamos atrás el asfalto y nos adentramos en un tramo paralelo al río, donde el paisaje sigue su curso, silencioso y majestuoso, hasta llegar a Añover de Tajo, donde, como si de un ritual olvidado se tratase, cruzamos el río por otro de esos puntos que no hace tanto tiempo albergaba una barca, que permitía cruzar sin tener que dar la vuelta por carretera. Es una pena que estas pequeñas joyas del pasado, como las barcas de antaño, se pierdan en el olvido. La crecida del Tajo, hace pocos años, se encargó de arrastrar la última de estas barcas, un símbolo de la desaparición de lo que ya no podemos recuperar, dejando solo el eco de lo que fue.
Una de las primeras obras literarias que reflejan el creciente gusto humanista por las ruinas y los jeroglíficos es el “Sueño de Polifílo”, escrita en 1467, una obra singularmente rica en grabados xilográficos de inusitada belleza. Su título, que puede traducirse como "La lucha en sueños de Polifílo (el amante de Polia) con Eros", es ya de por sí un preludio de lo que nos espera: una lucha trascendental entre el amor terrenal y lo sublime. La trama, envuelta en un halo de misticismo, transcurre a través de paisajes pastoriles, entre faunos y ninfas (como las que se dicen habitar las orillas del Tajo), jardines que se entrelazan con ruinas pintorescas y jeroglíficos que Polifílo interpreta de manera fantástica, guiado por las enseñanzas de los filósofos neoplatónicos.
La influencia de esta obra se extiende mucho más allá de sus páginas. En España, encontramos su huella más significativa en la Universidad de Salamanca, en los relieves de uno de los lados del antepecho del claustro, donde algunos de los grabados de las ediciones aldinas de la obra fueron copiados literalmente, como si la piedra misma quisiera recoger el aliento de esos sueños alegóricos, eternos y reveladores.
Después de 7 kilómetros, cruzamos finalmente el Tajo por el puente de la CM-4004. De nuevo en la Comunidad de Madrid, seguimos un sendero que serpentea paralelo a la orilla izquierda del Tajo y al Canal de las Aves, un tramo de singular belleza que nos acerca a las mismas aguas del río que, según las leyendas, fue hogar de ninfas y dioses, lugar donde la naturaleza se encuentra en su forma más pura y encantada. Afortunadamente, no caemos bajo el influjo de sus misteriosas aguas y podemos continuar nuestro camino sin que los encantamientos del río nos retengan. Enlazamos con la Colada de Toledo, pasando junto a la estación de Las Infantas y la finca La Flamenca, que ya mencioné en nuestro viaje anterior, el ARAM JOVIS desde Toledo. Como recompensa a nuestro esfuerzo, llegamos a la explanada del Palacio, un lugar donde la historia se encuentra con el tiempo presente, un espacio que, como los jardines que inspiraron a Polifílo, tiene el poder de purificar el alma y elevar el espíritu.
Polífilo, el protagonista del célebre libro renacentista que sirvió de inspiración a estos jardines, atraviesa un viaje iniciático en el que depura sus sentimientos y busca alcanzar el amor puro. El amor por Polia, su amada, es inalcanzable y se escapa definitivamente de sus manos terrenales, cuando el alma de Polífilo está completamente purificada. Es entonces cuando comprende que lo que los une está por encima de toda separación, más allá de lo físico, en una unión eterna e indestructible. Este jardín renacentista, una joya de la estética italoflamenca, refleja esa purificación y trascendencia, al igual que el Jardín de la Isla en Aranjuez, cuyo acceso se encuentra a través del Parterre, un espacio diseñado para rodear a los visitantes con la serenidad del agua y la quietud de la naturaleza.
El Jardín de la Isla es particularmente significativo no solo por su belleza, sino por su ubicación única. Rodeado por las aguas del Tajo, este jardín está separado del Palacio Real por una ría artificial, que da lugar a una de las construcciones más singulares de la zona: la famosa Cascada de la Castañuelas, obra del arquitecto Santiago Bonavía. Esta cascada, con su suave murmullo, parece simbolizar la fluidez del tiempo y la conexión eterna entre el agua y la tierra, entre lo visible y lo invisible, entre lo que soñamos y lo que podemos tocar.
Para culminar este viaje a través del tiempo y la naturaleza, reflexionemos sobre la historia que dio forma al Jardín de la Isla en Aranjuez. Aunque la idea de crear un jardín renacentista en este enclave privilegiado fue concebida por Carlos V, fue su hijo, Felipe II, quien se encargó de poner en marcha las obras de ordenación de este territorio en 1560. En este mismo año, Juan Bautista de Toledo asumió la dirección de los trabajos, dando inicio a una serie de transformaciones que transformarían el jardín en un verdadero símbolo de la realeza. Fue bajo su mandato cuando comenzaron a llegar las primeras especies de plantas de Flandes, Francia, Valencia y Andalucía, que trajeron consigo una diversidad única que hoy podemos disfrutar en este paraíso vegetal.
En 1564, los mármoles labrados desde Italia comenzaron a ser transportados a Aranjuez para embellecer las fuentes, cuya creación continuó bajo los reinados de Felipe III y Felipe IV, cuando se añadieron nuevas fuentes que enriquecieron el jardín. El agua, elemento esencial de estos jardines, provenía del Mar de Ontígola, un sistema hídrico que nutría y mantenía vivos estos espacios, dándoles una vitalidad casi mágica.
El trazado del Jardín de la Isla sigue un diseño que se basa en un eje central, rodeado por compartimentos rectangulares que, a su vez, se dividen en cuadrados. Los cruces de los ejes transversales más importantes con el eje principal están marcados por plazoletas adornadas con fuentes, creando un juego de líneas y agua que confiere al jardín su carácter geométrico y simétrico, tan propio del Renacimiento.
Este eje central, en sus primeros tiempos, estaba cubierto por túneles formados por moreras y enrejados de madera llamados galerías, que ofrecían sombra y un aire de misterio en sus paseos. Durante los siglos XVI y XVII, esta estructura protegía a los paseantes del sol abrasador. Sin embargo, ya en el siglo XVIII, con la influencia francesa y su estilo más naturalista, las galerías desaparecieron, dejando el jardín al descubierto, en su forma más pura y abierta.
Siguiendo el cauce del río Tajo, el jardín se extendía hasta una lengua de tierra que, alimentada por los sedimentos del río, se iba expandiendo con el tiempo. En 1729, Felipe V decidió crear un mirador sobre el Tajo, construyendo fuertes muros de contención para proteger el jardín de las posibles crecidas del río. Esta zona pasó a llamarse La Isleta, y las obras para su consolidación se llevaron a cabo entre 1731 y 1737 bajo la dirección de Leandro Bachelieu, quien trabajó sobre un proyecto de Esteban Marchand. Los puentes que cruzan la ría y el Tajo fueron diseñados por el arquitecto Santiago Bonavía, quien también dejó su huella en la estructura del jardín.
A lo largo del reinado de Carlos III, se construyeron los grandes bancos de piedra que rodean las plazoletas y fuentes del jardín, detalles que, junto a los caminos y esculturas, dotaron a este espacio de una elegancia monumental. Los bancos fueron obra del arquitecto Francesco Sabatini, quien también dejó su impronta en muchos de los edificios del Madrid de la Ilustración.
Sin embargo, hacia finales del siglo XVIII, el abandono de los jardines permitió que la naturaleza recobrara su lugar, dándole al jardín un aspecto más natural y desordenado. Este cambio, que disimuló la ordenación original del espacio, otorgó al lugar un aire más silvestre, ocultando la intervención humana y la disposición artificial de las fuentes que antes dominaban el paisaje. Así, el jardín pasó a ser percibido de una manera más orgánica, como un remanso de calma donde el hombre y la naturaleza parecen coexistir en armonía, pero también en secreto.
El Jardín de la Isla de Aranjuez, con sus fuentes, árboles y paisajes cuidados, sigue siendo un reflejo de lo que fue: un laboratorio natural para la creación de belleza, un espacio que se transforma con el paso del tiempo, que nos habla no solo de la historia de un lugar, sino también de la inquietud humana por trascender en la creación de un espacio donde el alma pueda reposar, al igual que el amor de Polífilo por Polia, en un jardín eterno, lleno de sueños y reflexiones.