Pero ¿qué es la razón humana, si no sirve para vencer a todos los objetos, y aun a sus mismas flaquezas? dice unos de los personajes de LAS NOCHES LÚGUBRES de Alfonso Sastre 1964
El ataúd maldito y los caminos de Borox
Un domingo de enero, frío y sombrío como debe ser en tierras toledanas, es el día elegido para rendir tributo a una leyenda que, entre el polvo de los caminos y el eco de historias de sangre, aún respira en la memoria de quienes saben escuchar. Cien años han pasado desde que el llamado Ataúd Maldito recorriera su penúltimo viaje, y la invitación está hecha: pedalear por los senderos de Borox, ida y vuelta, con la certeza de que algo más que barro y cansancio se pega a las ruedas. Porque este no es un paseo cualquiera. No lo es cuando el eco de una historia manchada de superstición y muerte sigue vivo.
Borox, pequeño pueblo toledano, duerme al margen del tiempo. Pero no siempre fue así. Hubo un momento, no tan lejano, en que el silencio del campo fue roto por murmullos de miedo. Terribles sucesos, reales o imaginados –¿qué más da?–, obligaron a los habitantes a buscar explicaciones que siempre duermen en las sombras. De ahí nació la leyenda del “vampiro” de Borox, una figura que alimentó tanto el terror campesino como la literatura de quienes saben destilar de la superstición su esencia más inquietante.
El nombre del vampiro resuena en textos polvorientos, como en aquella Antología de la literatura fantástica española de José Luis Guarner, publicada en 1969, donde se menciona de pasada, casi como una broma susurrada al oído: “…señalándose casos importantes en la provincia de Toledo –por ejemplo, el vampiro de Borox–…”. Es ahí donde el folclore da un paso al frente y se entrelaza con la literatura, como un río turbio que se bifurca en mil cauces. Alfonso Sastre, el dramaturgo, lo supo captar en su obra Las noches lúgubres, escrita en 1964, recogiendo retazos de esa atmósfera húmeda y agria que solo los pueblos marcados por el misterio pueden ofrecer.
El domingo, el camino espera. Serán 55 kilómetros de ida y vuelta, en los que el frío morderá las manos y el barro hará crujir los cambios de las bicicletas como si en su rechinar se escuchara el quejido de un ataúd abriéndose. Y en cada pedalada, entre los olivares y las tierras desiertas, habrá quien se pregunte si de verdad hubo un vampiro en Borox o si no es más que el eco de las viejas miserias humanas. Pero eso no importa. Porque al final del día, lo que queda es el camino: el sudor, la tierra en la cara y la certeza de que, aunque nadie lo diga, las leyendas son más reales de lo que parecen. Al menos mientras pedaleas.
El vampiro de Borox: un misterio con acento manchego
Algo es seguro: en un pequeño pueblo toledano, los ecos de terribles sucesos sangrientos –reales o imaginarios, que más da– resonaron lo suficiente como para dar a luz a una leyenda que aún hojea páginas de libros y se cuela entre cervezas en las barras de los bares. El “vampiro” de Borox, con su historia a medio camino entre el terror gótico y la picaresca rural, encontró su lugar en la literatura fantástica española gracias a referencias como la de José Luis Guarner en 1969 o en obras como Las noches lúgubres de Alfonso Sastre. Una historia que nace entre la superstición y la necesidad de explicar lo inexplicable.
Y antes de seguir, toca agradecer el minucioso trabajo de investigación de J.J. Montejo y V. Orozco, quienes han puesto orden en un enredo de datos, testimonios y notas sueltas, trazando un relato tan extraño como fascinante. Lo que viene a continuación es un compendio de aquella búsqueda. Una historia, o tal vez varias, que se resisten a morir, como el propio protagonista de la leyenda: el vampiro.
Una leyenda con olor a tierra seca y sudor manchego
Las historias de vampiros suelen remitirnos a paisajes brumosos de Europa del Este, a castillos de los Cárpatos o a oscuros bosques balcánicos donde el silencio pesa como el mármol de un mausoleo. Pero no, aquí no. Aquí la sangre se derrama bajo el cielo abierto de Castilla-La Mancha, con ese olor a romero y a campo reseco que no oculta los horrores de la noche. Porque, sí, los no-muertos también habitan a pocos kilómetros de Madrid, con acento manchego y las huellas de la pobreza rural marcadas en la piel.
Todo comenzó en el verano de 1993, cuando un equipo de investigadores –Jordi Ardanuy, Martí Fló y Valentín Ferrán– decidió buscar historias de vampiros en España. La pista inicial les llegó a través de una nota mecanografiada por Miguel Gómez Aracil, donde se relataba una extraña historia ocurrida en 1915. Según el documento, un ataúd había llegado al puerto de Cartagena desde Yugoslavia, cargado de un misterio más pesado que la madera que lo envolvía.
El ataúd, tras pasar un tiempo olvidado en los muelles, fue reclamado por un particular de La Coruña. Transportado por carretera hacia el norte, hizo paradas en diversas localidades, y no cualquier parada: Alhama de Segura, Almería, Toledo, Santillana del Mar, Comillas, La Coruña... Lugares donde, según el rumor, ocurrieron ataques vampíricos. Y ahí entra Borox, ese pequeño pueblo toledano en la comarca de La Baja Sagra, que en 1915 contaba con apenas unas cuantas almas y la inmensidad del campo alrededor.
“...Que el 1º de mayo de 1915, en plena guerra europea, murió en Alhama de Murcia y fue enterrada al día siguiente, Amalia Franco Calderas… natural de la ciudad y de profesión sus labores (…) Que en la policía de Cartagena, gracias a un amigo de la B.I.C., alcoyano como yo, hay un atestado sobre la desaparición de algunos cadáveres en los cementerios de Alhama, Lorca y Mazarrón, caso achacado a un vicioso llamado ‘el Capitán Saltatumbas’ (…) Que se sabe que en el 1898, el año de Cuba, fue desembarcado, en el puerto de Cartagena, un ataúd yugoslavo, cuyo contenido se ignora y que muy bien pudo ser –según dice Francisco Pérez Navarro, especialista en ciencias del demonio- la semilla del vampirismo que parece extenderse hasta Almería por el sur y cruzar la península hasta La Coruña, como un ramalazo, señalándose casos en la provincia de Toledo –p.ej., el vampiro de Bórox-, mientras que por el norte se extiende una rama lateral hasta Santillana del Mar y Comillas (…) Que la familia de Amalia tenía una pensión de viajeros y estables en Alhama de Murcia, y que en ella se sabe que vivió algún tiempo un conde o aristócrata yugoslavo o polaco que muy bien pudo ser el gachó del ataúd de Cartagena (…) Que el 14 de mayo de 1915, Amalia se pone a servir en casa de un coronel de Artillería, el cual fallece anémico perdido al año de convivencia…”
Una investigación entre sombras y copas de vino
Fue en Borox donde la leyenda cobró fuerza. En 1994, el investigador Ardanuy se desplazó al pueblo y, como dicta la tradición, comenzó su trabajo en el bar. En la barra del club social “Los Toriles” encontró al secretario municipal, quien, entre tragos, decidió colaborar. Aunque los más viejos del lugar no recordaban ninguna historia similar, apareció una anciana que soltó una frase cargada de intriga: “Aquí hubo un hombre que chupaba la sangre a sus congéneres”.
Claro, en los pueblos una expresión como “chupasangres” podía referirse a un usurero, aquel personaje que, con su maletín y su eterna sonrisa hipócrita, exprimía la vida y los ahorros de quienes dependían de él. Pero, ¿y si era algo más? Ahí estaba la clave de la leyenda: un difuso límite entre la metáfora y el horror literal.
El ataúd que regresó al punto de partida
La historia se complica aún más cuando descubrimos que, tras pasar por Borox y otras localidades, el ataúd volvió a Cartagena. Allí, un noble serbio venido a menos –hospedado en una modesta pensión de la calle Mayor de Alhama de Segura y que, según dicen, sólo se dejaba ver de noche– se hizo cargo de él. Un anciano relató que el serbio guardaba un inquietante parecido con un aristócrata polaco que había pasado por el pueblo años antes. Ambos desaparecieron sin dejar rastro.
El ataúd, finalmente, fue enterrado en un cementerio de Cartagena. Sobre su tumba, alguien grabó una inscripción con el nombre y los detalles del difunto. Pero, como ocurre con todas las buenas historias de vampiros, la sensación de que algo más permanece –una sombra, un eco, un susurro nocturno– sigue latente.
Y ahora, en pleno siglo XXI, mientras recorremos los caminos de Borox en bicicleta, bajo el cielo frío de enero y con el polvo adherido al sudor, no podemos evitar pensar en esa historia. Tal vez en algún rincón del pueblo aún quede algo. No un vampiro, quizás, pero sí el recuerdo de cómo las leyendas, reales o no, son lo único que nos queda para desafiar al tiempo y a la muerte.
La ruta del ataúd maldito: ciclistas, vampiros y caminos helados
Con esta premisa, AQUÍ HAY DRAGONES emprendió su primera ruta del recién iniciado 2015. Al amanecer, con los primeros rayos del sol apenas arañando el horizonte, nos pusimos en marcha. No por romanticismo, ni por la épica de rodar con el alba, sino por un temor antiguo y visceral: que el No-Muerto, o su progenie, decidieran entrometerse en nuestro recorrido. Porque este camino no es cualquier camino; es el que, hace un siglo, vio pasar al famoso ataúd maldito que desató la histeria en esta región.
En nuestras mochilas, además de las inevitables cámaras de repuesto y herramientas, llevábamos algo más peculiar: una estaca, como dictan las viejas reglas, y Camelbaks cargadas con agua bendita, consagrada expresamente por el párroco de nuestra localidad. Si alguien nos preguntaba, decíamos que era para evitar calambres. Pero todos sabíamos que el miedo a lo desconocido también necesitaba ser hidratado.
Tomamos el camino de Cubas de la Sagra para enlazar con el camino de Segovia a Ocaña, a la altura de Torrejón de Velasco. De ahí, avanzamos por una pista impecablemente calzada que se dirige hacia Esquivias, pasando por el puente de Palomero sobre el arroyo Güatén. Cerca, dicen, estaba el Cristo del Buen Camino, epíteto que comparte con la ermita de Nuestra Señora del Buen Camino en San Román de los Montes. Ambos nombres evocan esa mezcla de religiosidad y superstición que impregna los caminos antiguos, muchos de ellos romanos, que surcan estas tierras.
En esta parte del recorrido, quiero hacer un alto para agradecer la obra del profesor y arqueólogo Jesús Rodríguez Morales, quien nos abrió los ojos a los caminos históricos de Madrid, esos que hoy recorremos con bicicletas, pero que hace siglos vieron pasar carretas, soldados y, quién sabe, tal vez ataúdes malditos.
Pasamos bajo las vías del AVE, y seguimos por el llamado “Camino de Madrid,” que asciende hacia una población que reivindica con orgullo ser aquel “lugar de la Mancha” que tanto buscó Don Quijote. A esa hora, los caminos estaban aún helados, y el frío nos acompañaba mientras imaginábamos el traqueteo de un carruaje, el chirriar de las ruedas y el chasquido de un látigo que urgía a los caballos a galopar con una carga que nadie quería transportar.
El origen de la leyenda vampírica
Mientras nuestros pedales avanzaban, la historia del ataúd maldito no dejaba de rondar nuestras cabezas. Todo comenzó con el relato de Alfonso Sastre, titulado "Historia popular de los vampiros Zarco y Amalia". Sastre, dramaturgo de la generación del ‘55 y de conocida filiación izquierdista, traza en este relato una mezcla de miseria humana y terror sobrenatural, con un personaje central llamado Ramiro Civil Inglés, alias "El Chancaichepa". Un trapero jorobado de Alcoy que, entre tragos de coñac Veterano en la Venta del Espíritu Santo, relata su vida miserable y su obsesión con el vampirismo.
Sastre juega con lo grotesco y lo cotidiano, mezclando el saber popular sobre los sacamantecas –esa oscura figura de los padres ricos que compraban sangre para salvar a hijos enfermos– con leyendas más arcanas de vurdalaques y vroloques. En su relato, introduce a personajes como Zarco y Amalia, un matrimonio que sobrevivía como donantes profesionales de sangre, y cuya historia, teñida de tragedia y superstición, se entrelaza con la figura del ataúd yugoslavo desembarcado en Cartagena en 1898.
Según el relato, el ataúd pasó por varios puntos de España, desatando rumores de vampiros y desapariciones de cadáveres. Borox, situado en la Baja Sagra, fue uno de esos lugares marcados en el macabro recorrido. Allí, se habló de un vampiro o, tal vez, de un simple usurero disfrazado de leyenda. Pero lo cierto es que la historia del ataúd siguió su camino hacia el norte, sembrando más preguntas que respuestas.
Esquivias y la marcha hacia Borox
Mientras las palabras de Sastre daban vueltas en nuestras mentes, llegamos a Esquivias, un pueblo al pie de un imponente cerro que domina toda la comarca. Lo cruzamos de un lado a otro, para tomar finalmente la pista de tierra que discurre paralela a la carretera de Borox. En este tramo, el camino se hizo más amable, predominando el llano con algunas suaves ondulaciones. Era fácil imaginar al carruaje que, un siglo atrás, galopaba con su carga macabra hacia Santillana del Mar, dejando a su paso una epidemia de muerte y leyenda.
Rodamos con la certeza de que estos senderos no han cambiado mucho desde entonces. Las mismas tierras que hoy cruzamos con neumáticos de 29 pulgadas fueron, en su día, surcadas por las ruedas de madera del carro maldito. El frío cortante de enero, la soledad del paisaje y las sombras alargadas de los árboles nos recordaban que, en estas tierras, las leyendas no están hechas para ser cuestionadas, sino para ser sentidas.
Conforme nos acercábamos a Borox, el sol comenzaba a calentar tímidamente los campos. Pero en nuestras cabezas, el frío persistía. La historia de Amalia, Zarco y el ataúd yugoslavo, mezclada con el crujir de las ruedas sobre la tierra congelada, era un recordatorio de que las verdaderas historias de vampiros no necesitan castillos ni niebla. Basta con un camino solitario, un carruaje al galope y un ataúd que nadie quiere abrir.
El vampiro moderno y los últimos kilómetros hacia Borox
El investigador Jordi Ardanuy, intrigado por los entresijos del caso, decidió ir directamente a la fuente: escribió al dramaturgo Alfonso Sastre para preguntarle si su obra se había inspirado en algún relato, leyenda o personaje real. La respuesta llegó poco después, en una carta manuscrita cuya caligrafía delataba los achaques de la edad:
“24 de noviembre de 2005
Querido amigo:
Todo es imaginario!
Cordialmente,
(fdo.) Alfonso Sastre.”
Con ese escueto desmentido, cualquiera podría haber dado por cerrado el caso. Pero los investigadores, entre ellos J. J. Montejo, comenzaron a sospechar que no todo encajaba. La letra “asaz garabatosa” de Sastre sugería problemas graves de salud –quizás Parkinson o una artritis severa–, lo que hacía difícil corroborar más datos con él. Sin embargo, nuevos indicios comenzaron a abrir fisuras en la versión oficial de que todo era fruto de la imaginación del dramaturgo.
Uno de esos indicios llegó de la mano de Luis Puicercús, un investigador especializado en los barrios de Ventas y Ciudad Lineal, que en su libro Ventas-Ciudad Lineal en el recuerdo (2005) había mencionado al Chancaichepa, aunque sin demasiado detalle. Durante una entrevista en 2008, en la que también participaron A. M. García y Luis García Chapinal, Puicercús confirmó que el apodo figuraba en algunos testimonios recogidos durante su trabajo, aunque la mayoría de la documentación gráfica de época no incluía referencias explícitas al personaje. Así que, como en tantas historias que se mueven entre la realidad y la ficción, el Chancaichepa parecía habitar un espacio incierto, a caballo entre lo real y lo imaginario.
Borox y el vampiro manchego
Apenas nos separaban cinco kilómetros de Borox desde la salida de Esquivias. El paisaje comenzaba a abrirse, con el eco de la carretera y los restos de una autovía inacabada, otra de esas cicatrices de la crisis que se inició en 2008. Mientras rodábamos, iniciamos un leve descenso hacia el pueblo, donde la memoria colectiva ha identificado el paso de un no-muerto, mezclando el horror literario con las miserias de la vida cotidiana.
Era fácil imaginar al cochero de 1915, con su carruaje y su carga maldita, bajando por esos mismos caminos hacia el corazón de un pueblo que se resistía a quedar en el olvido. Nosotros pedaleábamos con la misma inquietud que debió sentir aquel hombre, aunque nuestro equipaje eran bidones de agua bendita y nuestras armas un par de estacas bien afiladas.
La sociedad vampírica
El trabajo de J. J. Montejo y V. Orozco concluye con una reflexión que resuena más allá del folclore y las leyendas:
“¿Se trata nada más que de historias puramente fantásticas? La prologuista del libro de Sastre se sumerge en la duda: "La historia de la Amalia, a la vez que fantástica, es el relato crudamente real de la vida de unos seres pertenecientes a una sociedad marginada, que se dedican a vender su sangre a varios hospitales públicos y privados para poder subsistir."”
Sastre, con su habilidad para entretejer lo cotidiano con lo inquietante, sugiere que los bancos de sangre son los castillos de los Cárpatos del mundo moderno. En esta metáfora, Amalia –delgada, amarilla, con dientes postizos demasiado largos– es la vampiro. Pero, como insinúa el autor, el verdadero vampiro es la sociedad misma: una estructura que obliga a las personas más pobres a sobrevivir vendiendo su sangre, mientras otros se alimentan de ella sin remordimientos.
El vampiro que dejó progenie
La reflexión final de los investigadores no podía ser más certera ni más brutal:
“En esta crisis que seguimos y hemos padecido, han proliferado una raza de asquerosos vampiros que se han aprovechado de la necesidad de mucha gente. Sin duda, es algo de lo que no nos libraremos nunca, y se nota que aquel vampiro de Borox ha dejado progenie en nuestro país.”
Rodábamos ya por las calles de Borox, un lugar que apenas ha cambiado en un siglo. Mientras contemplábamos las casas bajas, el cielo gris y los campos que lo rodean, no pudimos evitar pensar en esas palabras. Los vampiros ya no duermen en ataúdes yugoslavos ni se esconden en la penumbra de los cementerios. Ahora visten traje y corbata, toman decisiones en despachos y no necesitan colmillos para chupar la vida de los demás.
Llegar a Borox no cerró el círculo, pero nos dejó algo claro: el vampirismo, como la historia que lo envuelve, no es más que un reflejo de lo peor de nosotros mismos. Pedaleábamos con el frío en la piel, pero el verdadero escalofrío venía de esa certeza.
Las cuestas abajo de Borox y el regreso sobre las rodadas
Las calles de Borox nos recibieron con sus vertiginosas cuestas abajo, ideales para soltar frenos y dejar que la gravedad hiciera su trabajo. Entre el traqueteo de las bicicletas, llegamos al cementerio del pueblo, un lugar rodeado por la quietud del olvido y vigilado por la ermita de la Virgen de la Salud, asentada junto a un cerro coronado por siniestras casas-cueva. Si uno no estuviera ya sumergido en historias de vampiros y ataúdes malditos, el escenario bastaría para alimentar la imaginación más febril.
Tuvimos la suerte de encontrar la ermita abierta, y al entrar, la imagen de la Virgen de la Salud nos sorprendió. Es una de esas enigmáticas Vírgenes Negras, vestigios de cultos antiquísimos que hunden sus raíces en tiempos previos al cristianismo, tal vez incluso en ritos relacionados con la fertilidad y la tierra. En su oscuridad y solemnidad, parecía un testigo mudo de los secretos que estos caminos han albergado durante siglos.
Desde este punto, iniciamos el regreso, volviendo sobre nuestras rodadas, con el peso de las historias y el paisaje como compañía. Pero antes de abandonar Borox, vale la pena detenerse en un detalle histórico que algunos investigadores han señalado para desacreditar la posibilidad de que el ataúd maldito pasara por aquí. Alegan que este pequeño pueblo toledano no era una parada habitual en los caminos principales de 1915.
Sin embargo, las Relaciones Topográficas de Felipe II –un compendio monumental que describía con precisión las villas y caminos del reino– aportan un dato que cambia la perspectiva. Según el documento:
"Esta villa [Borox] es pasajera, tiene dos caminos reales, que hacen una cruza por la plaza de ella, el uno que viene del reino de Valencia y Murcia y Cartagena y Mancha y va a parar a la Corte de Su Majestad y a Castilla la Vieja; y el otro viene de los reinos de Aragón y Navarra y Cataluña y Soria y otras muchas partes, y va a Toledo y otras muchas partes."
En otras palabras, Borox era un cruce de caminos vital en épocas anteriores, con rutas que conectaban la Mancha, Murcia y Cartagena con Madrid y Toledo. Aunque en 1915 ya no era la principal vía hacia el puerto de Cartagena, la importancia histórica de estos caminos no puede ignorarse. Para aportar nuestro granito de arena, hemos recopilado algunas rutas históricas que pasaban por esta localidad, cuando el tránsito por Borox era más frecuente:
Rutas históricas que pasaban por Borox
De Madrid a Málaga (vía Lucena y Antequera)
Usado para conectar con los cuatro reinos de Andalucía:
Getafe: 2 leguas
Torrejón de Velasco: 2 leguas
Esquivias: 1 legua
Borox: 1 legua
Las Barcas de Raquena en el Río Tajo: 1 legua
Comienza la Mancha (Yepes): 2 leguas
De Toledo a Alcalá de Henares
Un camino de herradura que atravesaba Borox:
Mocejón: 2 leguas
Villaseca: 1 legua
Borox: 3 leguas
Seseña: 1 legua
Estas rutas son testimonio de un pasado en el que Borox era una parada habitual, un lugar de paso obligado para viajeros, comerciantes y, quién sabe, tal vez incluso para un cochero que transportaba un ataúd de origen yugoslavo hacia el norte.
El regreso: entre historia y superstición
El camino de vuelta nos permitió reflexionar sobre cómo las historias, reales o imaginarias, encuentran raíces en lugares como este. Borox, con su cruce de caminos y su atmósfera cargada de silencio, parece ser el escenario perfecto para una leyenda como la del vampiro. Y mientras pedaleábamos hacia Esquivias, con el sol ya calentando la helada de la mañana, no podíamos dejar de pensar en las palabras de las Relaciones Topográficas. Los caminos, como las historias, tienen muchas capas. A veces, lo que parece un simple tránsito entre puntos, guarda secretos que el tiempo no consigue enterrar.
Dejamos Borox atrás, pero su historia –y las de aquellos que alguna vez transitaron sus calles y caminos– siguió con nosotros. Al igual que los vampiros, algunas leyendas nunca mueren del todo.
El círculo se cierra: el camino del ataúd maldito
Con lo investigado y vivido en esta ruta, queda demostrado que, si realmente hubo un viaje de un ataúd maldito que llegó a Borox, habría recorrido el mismo camino que nosotros. Desde Borox hasta Esquivias, siguiendo hacia Torrejón de Velasco, y desde allí, rumbo a la villa de Madrid. Desde Madrid, el ataúd habría continuado hacia Móstoles y luego enfilado hacia Segovia, abriendo paso hacia Castilla la Vieja.
Cada pedalada, cada curva del camino, parecía reafirmar que estábamos siguiendo las huellas de aquel carruaje, cuyos crujidos y sombras aún parecen flotar en la memoria del paisaje. Y mientras dejábamos atrás Torrejón de Velasco, aprovechamos la excusa del final de la ruta para hacer un alto. En una tasca del pueblo, con las bicicletas aparcadas a la vista, nos servimos un caldito y un vinito. Un brindis sencillo, pero necesario, a la salud de todos los amantes del ciclismo, de las historias que llenan estos caminos y, por supuesto, de los valientes que siguen explorando leyendas como esta.
Porque al final, la verdadera magia del ciclismo es esta: rodar por rutas que llevan siglos siendo transitadas, mezclando historia, esfuerzo y un poco de imaginación. Y si, además, el camino está salpicado de misterios y leyendas como la del ataúd maldito de Borox, tanto mejor.
Con el cuerpo cansado pero el espíritu ligero, retomamos nuestras bicicletas. La ruta estaba completa, pero las historias que nos acompañaron quedarán resonando mucho más allá de estos caminos.