Desde que el hombre empezó a caminar erguido sobre la tierra, aprendió a distinguir lo esencial de lo superfluo. El fuego, el agua, la sal. La sal, sobre todo. Aquel polvo blanco que no solo daba sabor a los alimentos, sino que los preservaba de la podredumbre y mantenía con vida al ganado que lo acompañaba en sus rutas inciertas. Tesoro antiguo, disputado y codiciado, cuyo valor crecía a medida que la civilización se alejaba de las costas y del mar que la engendrara. Porque en el interior, en esas tierras secas donde el horizonte no huele a salitre, este mineral era casi un milagro.
Por eso resulta fácil comprender la importancia del lugar al que nos dirigimos. En la fértil vega del Jarama se esconde una cuenca sedimentaria, antigua huella de un lago extinguido. El clima árido hizo su trabajo durante milenios, evaporando aguas y dejando tras de sí costras y venas de yeso mezcladas con arcillas, el sedimento fósil de una geología paciente. En ciertos estratos, la naturaleza enriqueció la tierra con halita - la sal común - y con sulfatos como la thenardita, que el hombre, pertinaz, arrancó durante siglos con azada y fatiga.
Todavía hoy, si uno se detiene en los arroyos y manantiales de la zona, puede ver cómo el agua, cargada de cloruros y sulfatos, deposita la sal a cielo abierto, tiñendo de blanco los cauces y los caminos, como si alguien hubiera esparcido cal en pleno campo. Y es en ese escenario, entre huellas de explotación minera y milagros de la geología, donde descubriremos las Salinas Espartinas. Un vestigio que aún respira, un paisaje que sigue manando sal como lo hacía en tiempos remotos. Acompáñame en esta ruta: te prometo que no volverás a mirar el polvo blanco de la sal con los mismos ojos.
ÍNDICE DE DIFICULTAD IBP = 24
Distancia total: 36.927 Km
Desn. de subida acumulado: 260.4 m
Desn. de bajada acumulado: 383.3 m
Altura máxima: 689.4 m
Altura mínima: 506.6 m
Ratio de subida: 3.7 %
Ratio de bajada: 2.93 %
Tiempo en movimiento: 2:30:28 h
Tiempo parado: 0:52:33 h
Km 00,000 - A las ocho en punto de la mañana de un día del mes de marzo de 2016 echamos a rodar. El punto de partida no tiene nada de épico - un campo de fútbol en Serranillos del Valle -, pero así suelen empezar las historias que merecen la pena: en lugares comunes, sin estridencias, como si la rutina escondiera bajo su piel la promesa de aventura.
La grupeta es pequeña, casi familiar: José Manuel Manobel, Manuel, Manu y Gonzalo. Cuatro ciclistas y un camino por delante. Lo suficiente para que el pedaleo, la conversación y el silencio vayan alternándose como piezas de una misma sinfonía.
Pedaleamos rumbo al Jarama, con la certeza de que más allá de los Montes de Bomberos de Castilla nos aguarda un territorio extraño, casi olvidado: el “salero” de Madrid. Un lugar donde la historia, la geología y la obstinación humana se dan la mano, y donde la tierra aún exuda sal como si no hubiese pasado un solo siglo desde que fue explotada. El aire fresco de la mañana nos acompaña, y en la mirada de cada uno late esa vieja intuición del viajero: lo mejor del trayecto todavía está por suceder.
Km 02,139 - La ruta nos lleva, sin demora, hacia las primeras calles de Cubas de la Sagra. Entramos por la vieja Cañada de Batres, un corredor que antaño viera pasar rebaños y trajineros, y que hoy nos recibe como un pasillo natural hacia el corazón del pueblo. El descenso es rápido, casi alegre, como si las bicicletas encontraran por sí solas el camino hacia el centro de la población.
Km 04,288 - Dejamos atrás Cubas de la Sagra y tomamos el Camino de Palomero, esa vieja senda que unía el pueblo con el desaparecido caserío de Palomero, junto al arroyo Guatén. A simple vista, hoy no es más que un camino de tierra, pero bajo sus huellas se esconde la memoria de viajeros y peregrinos que lo recorrieron durante siglos.
En otro tiempo, este trazado formaba parte de la ruta que comunicaba Segovia con Ocaña, arteria polvorienta de mercaderes, arrieros y soldados. A un lado del camino se alzaba el Cristo del Buen Camino, guardián de pasos inciertos y consuelo de caminantes. Nada queda ya de aquel crucero, salvo la evocación de su nombre y la certeza de que aquí, en medio de la llanura, hombres y bestias levantaban la vista hacia la cruz antes de reemprender el viaje.
Km 06,564 - El pedaleo nos conduce hasta los pies de la Carretera de Toledo, esa arteria moderna que corta la llanura como una cicatriz de asfalto y velocidad. La atravesamos por el túnel, modesto y oscuro, que sirve de pasadizo bajo la autovía y nos devuelve, al otro lado, a un tiempo distinto.
Frente a nosotros, en el horizonte, se alzan las torres de Torrejón de Velasco: la del castillo, severa y orgullosa, y la de la iglesia, que desde hace siglos marca con su campanario el ritmo de la vida en estas tierras. La visión de ambas, recortadas contra el cielo, tiene algo de llamada antigua.
Km 10,100 - Dejamos atrás Torrejón de Velasco y sus torres vigilantes para tomar el Camino de Seseña. El pueblo queda a la espalda, cada vez más pequeño, mientras el horizonte se abre y nos señala el rumbo: los Montes de Bomberos de Castilla. Allí, recortados a lo lejos, parecen vigilar la llanura como centinelas pétreos, antiguos guardianes de un territorio que nunca se rinde.
Km 15,000 - En mitad de la meseta, cuando el sol empieza a ganar altura y el polvo se pega al sudor, aparece la Fuente de la Teja. Para los ciclistas de la zona es una parada obligatoria, casi un rito no escrito. Un oasis en plena Sagra madrileña, donde el agua brota fresca como un milagro menor, alivio generoso para gargantas secas y botellines vacíos.
Manuel y Manu la descubren por primera vez. Se les nota en la cara la mezcla de sorpresa y gratitud, esa expresión que uno solo tiene al hallar agua en el momento justo. Para los demás, viejos conocidos de la fuente, el lugar guarda también la satisfacción del reencuentro. Porque hay paradas que no son solo pausas: son parte del viaje, jalones que van marcando la memoria de cada ruta.
Km 16,330 - La cuesta se resiste, áspera y seca como tantas en Castilla. El pedaleo se vuelve más lento, los cuerpos se inclinan hacia adelante, y el silencio del grupo solo se rompe por el crujido de las cadenas y la respiración contenida. No en vano es un Puerto de Cuarta Categoría desde kilómetros atrás. Al fin, coronamos en lo alto, allí donde se alza el mojón de Majada Pedregosa, piedra solitaria que marca territorio y tiempo. Un hito que parece recordar que antes que bicicletas, por aquí pasaron pastores, soldados y caminantes, dejando su huella en la misma tierra que ahora hollamos con nuestras ruedas.
Desde la cima, los Montes de Bomberos de Castilla muestran su doble rostro: la rudeza de la subida y la promesa del descenso. Y no hay ciclista que no conozca ese instante de alivio: el cuerpo agradece la pausa, los ojos se llenan de horizonte, y enseguida llega la recompensa. Comienza el descenso por el Camino de Torrejón de Velasco a Seseña, rápido, fresco, casi jubiloso, como si la gravedad se aliara con nosotros después de haber sido enemiga implacable.
Km 19,510 - El camino de Seseña a Valdemoro nos dirige sin remedio hacia los Cerros de Espartinas. Desde lejos parecen verdes, cubiertos de un manto uniforme de pino carrasco. Pero basta acercarse para descubrir que esa repoblación, emprendida en los años setenta con la intención de frenar la erosión de los viejos “cerros pelados”, dejó más heridas que cicatrices.
El remedio agravó el mal. La plantación se hizo a golpe de terrazas abiertas en las frágiles laderas calizas, arrancando la piel del suelo en nombre de una corrección que nunca llegó. Décadas después, el impacto persiste: tierras descarnadas, sin vegetación natural que las sujete, y una interminable alineación de coníferas que empobrece el hábitat, condenando a desaparecer a los botánicos heliófilos que antes dominaban estas lomas. La pinocha, que cae año tras año, acidifica un terreno que siempre fue calizo, cerrando aún más la puerta a la flora que aquí nació.
Pedaleamos entre hileras de árboles idénticos, demasiado próximos, como soldados formados en orden cerrado. Y uno no puede evitar pensar en lo frágil que es este ejército vegetal: basta una chispa, un descuido, para que el fuego arrase en minutos lo que tardó medio siglo en crecer. Entonces, el daño no sería solo ecológico. Sería también social, un golpe a la memoria y al paisaje de toda una comarca.
Km 20,930 - Accedemos a la base misma de los cerros, donde la tierra guarda cicatrices que el tiempo no ha logrado borrar del todo. Durante la Guerra Civil, estas lomas fueron horadadas por una infinidad de trincheras que las rodeaban como cicatrices defensivas. Estamos ya cerca de lo que fue el frente de la Batalla del Jarama, un nombre que aún resuena en la memoria colectiva.
Mientras avanzamos, Manuel me confía un recuerdo familiar: su abuelo le contaba que combatió en estos mismos Montes de Espartinas. No es solo geografía lo que pedaleamos: es historia viva, la memoria que se transmite como una herencia silenciosa, tejida entre relatos familiares y cicatrices en la tierra.
Km 22,590 - Llegamos a uno de esos lugares que avergüenzan tanto como inquietan, no solo a Castilla-La Mancha y Madrid, sino a cualquiera que entienda la fragilidad del paisaje: el vertedero de neumáticos de Seseña. Frente a la urbanización del Quiñón - o, como a mí me gusta llamarlo, Pocerolandia - se extiende un mar inquietante: 117.000 metros cuadrados que guardan más de cinco millones de neumáticos. Una masa negra y silenciosa que se extiende como una cicatriz industrial sobre la tierra.
La amenaza no es pequeña. Un incendio aquí no sería un fuego más. Sería un monstruo de humo y veneno capaz de cerrar el aeropuerto Adolfo Suárez-Barajas y desalojar a once mil viviendas. No bastaría el agua: la única solución sería sepultarlo bajo tierra. Y mientras lo atravesamos, la evidencia de abandono resulta flagrante: vallas derribadas, ausencia total de vigilancia. El vertedero, igual que una herida olvidada, permanece abierto a la impunidad.
Este desastre ambiental ha trascendido fronteras. El diario británico The Guardian se hizo eco del mayor vertedero de Europa, señalando un problema cuyo eco es internacional. Nosotros lo cruzamos con la bici, callados, como quien atraviesa una memoria incómoda, sintiendo que algo no marcha bien. Y mientras seguimos adelante, uno piensa con amarga ironía: no pasa nada… porque Dios no quiere. [AÑOS MÁS TARDE, EN MAYO DE 2019 HUBO UN GRAN INCENDIO].
Km 26,790 - Tras cruzar el Polígono Industrial, nuestra ruta enlaza con la Sendilla, aquel camino natural que unía el Valle del Moro en Valdemoro con el Valdechica y sus salinas. No es una senda cualquiera: es un vestigio vivo de siglos de historia, de pasos humanos que buscaban, en lo más hondo de la tierra, ese tesoro blanco que llamamos sal.
Las salinas que nos acercamos a visitar fueron propiedad durante siglos de la Ciudad y Tierra de Segovia, integradas en el Sexmo de Valdemoro. Una “colonia” segoviana en medio de tierras madrileñas, enclavada entre dominios toledanos y madrileños. Segovia sabía muy bien lo que hacía: controlar este “salero” era asegurar la prosperidad de su ganadería. La sal no era solo un condimento; era un recurso esencial para la vida animal, una necesidad que garantizaba carne y leche de calidad, fertilidad y salud. No faltaban en los corrales bloques de sal, repartiendo silenciosamente su riqueza mineral.
En agosto de 1182, los caballeros de la Orden de Calatrava lograron hacerse con estas salinas mediante una permuta: entregar a la Orden de Santiago la villa de Ocaña. Un intercambio que habla de la importancia estratégica de este recurso. La renta que producían estas salinas se calculaba en unos cien cahíces de sal, valorados en maravedíes, testimonio de que la sal fue moneda y tesoro a partes iguales.
Pero este lugar es más que economía y política: es singularidad geológica, memoria histórica, archivo arqueológico al aire libre. Una de las principales industrias pretéritas de la Comunidad de Madrid, olvidada por los carteles y la señalización. No hay paneles informativos. No hay indicaciones. Por eso esta ruta ciclista quiere ser algo más: un guía, un relato, una invitación para dar a conocer este rincón impresionante donde la naturaleza y la historia se entrelazan.
Km 28,350 - Llegamos a la cabecera del barranco de Valdechica. Desde aquí, un descenso constante nos invita a internarnos en el corazón del valle. La entrada al camino hacia las Salinas no es fácil de detectar: se oculta tras un manto de pinos, guardianes silenciosos que cubren el acceso como si quisieran proteger un secreto. No es casual: estas lomas fueron escenario de trincheras durante la Guerra Civil. En los primeros metros de nuestra bajada, encontramos una, horadada en la tierra, vestigio mudo de un pasado de sangre y acero.
La senda se abre ante nosotros, labrada en la roca y el tiempo. Un trazado breve pero intenso, marcado por subidas y bajadas, nos conduce velozmente hasta el fondo del barranco. Tras sortear el arroyo entre un mar de esparto, cambiamos de orilla, guiados por el rumor del agua, hasta llegar a donde comienzan las labores de extracción de sal que hemos venido a buscar. Un clásico singletrack de un kilómetro y medio se despliega ante nosotros como un regalo para ciclistas: diversión pura, un juego en fila india hasta desembocar en una explanada de blanco resplandeciente.
Allí, el paisaje se abre en un escenario casi cinematográfico. Rodeados de cerros que recuerdan a un set de películas del Oeste - Western de libro -, no es raro imaginar que aquí se rodaron escenas que hoy duermen en el olvido. Un territorio cuyo aire seco guarda ecos de revólveres y caballos, y que podéis descubrir en el enlace que acompaña esta ruta. Este lugar fue set de rodaje de películas de los años 70 como "CONSIGNA, MATAR AL COMANDANTE JEFE", entre otras.
Pero las Salinas Espartinas no son solo una curiosidad paisajística. Se viene defendiendo que su explotación debió estar en manos de los jefes de la “civilización campaniforme de Ciempozuelos” - Edad de Cobre/Bronce -. Con más de 380 hectáreas, albergan quince yacimientos y cuarenta y una cuevas, declaradas Bien de Interés Cultural por la Comunidad de Madrid. No son solo minas: son espacios sagrados, custodios de un antiguo culto a la Madre Tierra, la Dea Genitrix. Las galerías parecen resonar con un sentido ritual: el hallazgo frecuente de cuerpos humanos podría interpretarse como oblaciones, ofrendas destinadas a apaciguar a los espíritus que habitan el interior de la tierra.
Como escribió Maguelonne Toussaint-Samat en 1987:
«En una sociedad regida por relaciones de fuerza, la explotación de la sal (extracción, almacenamiento, transporte, distribución) requiere la égida y la protección de los poderosos.»
Km 29,830 - No somos los únicos amantes del deporte velocipédico que han llegado hasta este enclave. Desde los Altos de Gallego desciende otra grupeta, por barrancos más técnicos, armados de trialeras que contrastan con la senda que nosotros hemos elegido. Ellos bajan veloces, como si compitieran contra el tiempo; nosotros avanzamos con calma, absorbiendo el paisaje, conscientes de estar entrando en un lugar que es mucho más que un destino.
Aquí, entre piedras y sal, la historia se prolonga en textos que llegan hasta 1447, donde ya se regulaba dónde podía circular este producto tan codiciado: la Sal de Espartinas. Un documento de entonces detalla territorios, privilegios y prohibiciones, como si la sal fuera oro en polvo, protegido por leyes. No era casualidad: a mediados del siglo XIX, la sal de Espartinas aún llegaba a los alfolíes de Toledo, Aranjuez y San Martín de Valdeiglesias. La propia calle de la Sal, en los accesos a la Plaza Mayor de Madrid, conserva su memoria. Fue propiedad de la Corona hasta que la ley de 16 de junio de 1869 decretó el desestanco, liberando su fabricación y comercio.
Aparcamos nuestras bicicletas cerca de la bocamina de la Mina Grande. El blanco resplandor del terreno señala su ubicación sin posibilidad de error. Es la entrada a siglos de trabajo y de historia. Allí, el agua cargada de sales brota desde la formación yesífera: primero como manantial, luego a través de socavones. Estas galerías, la Mina Grande y la Mina Chica, trabajadas por generaciones, llevaban el agua salina hasta balsas de evaporación mediante canales de madera, ingeniosos sistemas que han resistido siglos de corrosión.
La arqueología confirma lo que intuíamos: las salinas de Espartinas han sido explotadas desde el Calcolítico, quizá desde el Neolítico. Con más de 380 hectáreas, quince yacimientos y cuarenta y una cuevas, son unas de las salinas más antiguas de España, junto a Cardona e Imón. Un espacio donde la historia se lee en barro cocido, galerías y documentos medievales. Bajo Felipe II, estas salinas alcanzaron su máximo esplendor: 1.339.000 kg de sal común al año, más 257.000 kg procedentes de pozos particulares. Fue un manantial de riqueza que persistió hasta mediados del siglo XIX, hasta que la explotación dejó de ser rentable a finales de los años sesenta, poniendo punto final a milenios de trabajo.
Visitamos los restos de una de aquellas balsas. Paredes de madera, canales sin clavos, suelos compactados con arcilla y sal, empedrados con cuarcita… todo un testimonio de ingenio y oficio. Desde la primera balsa, el agua salina recorría canales cubiertos de losas graníticas hasta otras balsas menores, donde cristalizaba lentamente. Allí se obtenía la sal común, pero también sulfato sódico, precursor de sosa y barrilla.
No todo en este lugar es pedalear. Caminamos también al pie del barranco de Valdechica, siguiendo el rastro de cuevas utilizadas desde la prehistoria hasta la Guerra Civil, añadiendo al viaje un sendero íntimo y pausado, casi arqueológico. En la memoria queda también San Juan de las Salinas de Espartinas, población desaparecida junto a la que hubo un templo dedicado a San Juan Bautista y almacenes llenos de fanegas de sal.
Km 35,790 - Ante nosotros se levanta la Cuesta de la Peñuela, como un último desafío antes de abandonar la vega del Jarama. Es un rampón breve pero despiadado: 25 metros de desnivel en poco más de 300, con pendientes que se acercan al 20%. Cada pedalada se convierte en un acto de voluntad, en un pequeño combate contra la gravedad, mientras el sudor se mezcla con el polvo del camino.
La cuesta tiene algo de rito final, de prueba que cierra un capítulo de la jornada. Al coronar, la mirada se abre a las primeras calles de Ciempozuelos. Entramos en el pueblo con la sensación de regresar de un viaje a otro tiempo, como si hubiéramos atravesado siglos entre trincheras, salinas y sendas olvidadas.
Pedaleamos hasta la estación de ferrocarril. Allí, entre el murmullo de los trenes y el rumor del viento, se suspende el viaje. No es solo un punto final físico: es el cierre de una ruta que ha sido también una travesía por la historia, por la memoria del paisaje y por la memoria humana.
Ciempozuelos nos recibe como quien recibe a viajeros de vuelta de una larga expedición. Y nosotros sabemos que, más allá del recorrido, lo vivido hoy quedará en nosotros como sal en la piel: persistente, esencial, difícil de olvidar.
Km 36,900 - La estación de Cercanías de Ciempozuelos aparece ante nosotros como el último escenario de esta jornada. Es domingo, y los trenes pasan con la cadencia propia de la calma: cada media hora. Llegamos a las 11:30, justo cuando el convoy se aleja al otro lado de la vía. Compramos los billetes para Humanes de Madrid, con transbordo en Atocha, y nos resignamos a perder treinta minutos de espera, mientras observamos pasar otro tren como un eco metálico del viaje que hemos completado.
Finalmente, montamos en el vagón. Sesenta y cinco minutos más de trayecto, atravesando paisajes urbanos y rurales, cada estación un pequeño recuerdo de lo recorrido. Afuera, el mundo rueda lentamente como lo han hecho hoy nuestras ruedas sobre sendas y caminos.
Bajamos en nuestra estación destino y aún nos queda algo más de ocho kilómetros hasta Serranillos del Valle. Son los últimos pedales, la última estrofa de una ruta que ha sido algo más que kilómetros y desniveles: ha sido un viaje a través de la historia, del paisaje y de la memoria.
A las 13:50 horas, con las piernas cansadas pero la memoria llena, damos por concluida esta salida. No es un cierre: es la promesa de nuevas rutas, nuevos caminos y nuevas historias que aguardan al otro lado del horizonte.
Epílogo
El ciclismo no es solo recorrer kilómetros. Es transitar por la memoria del paisaje. Hoy, la ruta desde Serranillos del Valle hasta las Salinas de Espartinas nos ha llevado mucho más allá de una travesía física. Ha sido un viaje a través de la historia, un relato tejido con piedra, sal, trincheras y senderos, donde cada pedalada ha sido también una lección de tiempo.
Hemos atravesado sendas olvidadas por la cartografía oficial, cruzado paisajes donde la naturaleza se encuentra con la huella humana, y donde el silencio conserva ecos de batallas y trabajos milenarios. Hemos sentido el peso de la geografía y de la memoria, descubriendo que bajo nuestros neumáticos no solo había tierra, sino siglos de vida.
La ruta nos ha enseñado que cada cuesta es una prueba, pero también una recompensa; que cada descenso guarda la emoción de lo conquistado; y que cada parada es una invitación a mirar más allá del camino. Hemos cruzado vertederos que denuncian la imprudencia humana, hemos llegado hasta balsas blancas como testigos de un oficio ancestral, hemos tocado la historia en cada piedra, en cada huella.
Al final, más allá del cansancio, queda la certeza de que hemos participado de algo más grande: una ruta que es también memoria, paisaje y cultura. Y como ciclistas, viajeros y custodios de caminos, nos llevamos el compromiso de seguir explorando, pedaleando siempre hacia lo desconocido, porque cada ruta no termina: se convierte en parte de nuestra historia.