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Los senderos de las pinadas del río Cofio nos aguardan, un rincón de misterio y encanto en los confines madrileños. En esta travesía, la bicicleta se convierte en cómplice, guiándonos entre las hojas que susurran secretos antiguos. La naturaleza, en su majestuosidad, despliega su sinfonía mientras pedaleamos, una danza en la que el viento y los árboles son testigos mudos. Cada ascenso y descenso en este recorrido breve pero intenso es una lección en resiliencia y determinación. Así, la historia se entreteje con el esfuerzo en cada pedalada, y el paisaje se convierte en un reflejo de nuestras emociones. Bienvenidos a un viaje donde el tiempo se desvanece y la esencia de la tierra se impregna en cada latido de nuestro corazón.




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En el enigma boscoso de Valdemaqueda, donde los susurros del viento se entrelazan con los latidos de la naturaleza, emerge un capítulo singular en el legado venatorio de Alfonso XI. Las páginas manuscritas entre el 1340 - 1350 de su "Libro de Montería" desvelan la danza ancestral que el rey cazador tejía en los confines de este paraje, donde los árboles se alzan como testigos silenciosos de una caza inmemorial


En este rincón de la geografía, Valdemaqueda se erige como el escenario de los encuentros entre el monarca y la fauna que pueblan sus dominios. Las palabras cuidadosamente forjadas en el pergamino narran cómo los bosques de Valdemaqueda fueron el telón de fondo de escenas épicas de caza, donde Alfonso XI, como un guerrero de antaño, perseguía a osos con destreza y pasión.

Pero Valdemaqueda no es solo el telón de fondo de estas cacerías reales, sino que también es un personaje en sí mismo. Sus relieves accidentados, sus senderos sinuosos y sus ríos serpenteantes dan forma a los desafíos y oportunidades. Cada rincón de este escenario es como una página en blanco donde el rey escribía sus hazañas con la tinta de la caza.

En estas páginas de Libro de Montería, Val de Maqueda se convierte en un compás que guía los pasos del monarca cazador y a nosotros mismos, una sinfonía de hojas y ramajes que acompaña cada uno de nuestros movimientos. Un escenario donde los nobles y la caza se fusionan en una danza ancestral que trasciende el tiempo y nos permite asomarnos al alma de un reino olvidado.





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Km. 00,000 - Aparcamos cerca del Camping de Canto Gallina, en plenas festividades patronales de Valdemaqueda. Para uno de los ciclistas, este rincón madrileño evoca gratos recuerdos de su juventud. Montañas y memorias se entrelazan en este reencuentro sobre ruedas.


Siglos de historia tejieron un lazo ambiguo entre Valdemaqueda y los montes que la circundaban. Más del 90% de aquel manto verde quedó prendido, primero, en las garras del Ducado de Medinaceli, para luego caer en manos de una Sociedad Anónima en 1906, la Unión Resinera Española. Ni el "puente romano", nombre nacido del rumor, escapó al despojo. Incluso el asiento de la muerte, el cementerio, y la esperanza, el Centro de Salud, debieron transitar el camino de las negociaciones con la Duquesa y, en el tiempo, con la insaciable Resinera, cambio por recalificaciones de terrenos, permutas que apalabraban dominios.

Los últimos compases del siglo XX trajeron consigo un eco de cambio. La resina, antes moneda sonante, se volvió inútil. La Resinera, como un cazador agotado, intentó una última artimaña: la especulación con los terrenos. Pero el pueblo no estaba dispuesto a ser una pieza más en el tablero de intereses ajenos. El Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid se alzaron como defensores de una naturaleza que corría el riesgo de convertirse en coto de caza para señoritos adinerados.

Las gestiones comenzaron, un coro de voluntades que afinaban el trato. Y así, en el año 2006, la danza legal despejó el camino. 2.327,39 hectáreas cambiaron de dueño, un traspaso de poderes que traía consigo el destello de la libertad. La selva ancestral, rica en secretos y misterios, quedó consagrada en el Catálogo de Montes de Utilidad Pública, un lauro ganado a pulso. Los caminos y cortafuegos que hoy pedaleamos, con el viento a nuestras espaldas, narran una historia recién liberada, que hasta hace dos décadas y poco, se mantenía prisionera en las redes del interés privado. La naturaleza se levanta como soberana, y nosotros, privilegiados testigos, nos sumergimos en su abrazo con la conciencia de que, hace no tanto, este encuentro habría sido un sueño imposible.

RECREACIÓN A VISTA DE AVIÓN - pincha en el avión y disfruta -

Km. 00,100 - Al término el camping, en un lateral del recinto, se abre paso el Camino de las Fontanillas, trazando un itinerario ascendente hacia el Monte de Utilidad Pública 185, propiedad de la Comunidad de Madrid. Por esta senda, cual cortafuegos natural, avivamos el ímpetu de nuestras piernas y desatamos el rugir de nuestras bicicletas, preparados para la contienda montañosa que aguarda.

[...]Cabeza Morena es buen monte de oso en tiempo de uvas, et á las veces haylo en ivierno. Et es la vocería por cima de la Cabeza fasta el molino del Sangrero , et Cofio ayuso, por el Aliseda. Et es el armada á Valle Escusa.[...]

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Emboscados en la lectura de un antiguo manuscrito del siglo XIV, el Libro de Montería, nos aventuramos a seguir sus enigmas. Tras rastrear señales difusas, el enigma de Cabeza Morena, aquel rincón osado de caza osera en los días septembrinos y a veces invernales, se desvaneció en la niebla del tiempo. Sin embargo, hallamos las huellas del pasado en el Molino del Sangrero, ruinoso testigo al otro lado del río que nuestro pedaleo acaricia a la altura de este punto kilométrico. En el devenir de nuestros cálculos, la altura sagrada del Cerro San Pedro emerge como el punto de partida, donde la partida de hombres lanzaría sus estruendos de caza (vocerias), expulsando a las presas hacia los brazos del río Cofio, llendo la cacería de Norte a Sur. La danza de los tiempos convirtió la caza en memoria, pero los vestigios de Valle Escusa, hoy recóndita propiedad privada conocida como Villaescusa, insuflan vida a las leyendas medievales de donde esperaban los cazadores (armada) a los osos que cruzaban al otro lado del río. La vocería alcanzaría por el otro lado, el oeste, hasta el pie del monte de un topónimo olvidado que se conocía como el Aliseda, monte conformado por una serie de riscos que remontaremos en kilómetros siguientes.

Entre los riscos agrestes, uno se yergue a nuestra izquierda a nuestro paso: el Brujo. Su nombre evoca el misterio ancestral, las brujas y brujos, enemigos naturales de los maqueanos de Valdemaqueda. El recuerdo resuena de un asalto al poblado de La Lastra, donde la armada de maqueanos desafió lo sobrenatural para prender aquellas sombras que desafiaban la razón humana. En cada contorno, el pasado cobra vida, entre la historia y el hechizo.


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Km. 02,500 - Sorteando el Cerro Boquerón, arribamos al Mirador del Romeral. Desde esta atalaya, el río se despliega en un regalo visual que solo la naturaleza concede a quienes se aventuran a mirar en los pliegues de la tierra, el río Cofio serpentea con una melodía ancestral a través de los dominios de Valdemaqueda. Este rincón del mundo, donde la naturaleza se despliega en su máximo esplendor, encuentra en el Cofio una arteria vital que nutre y moldea el paisaje con la paciencia propia de los siglos.

El Cofio, cual poeta líquido, traza versos de agua que fluyen entre los contornos de estas tierras. Sus aguas, como lágrimas de la tierra, recorren sin prisa los cauces tallados por el tiempo, marcando un sendero donde la vida encuentra refugio. A su paso, el río pinta con sus corrientes un lienzo de frescura y vitalidad, otorgando a estos montes un don preciado que embriaga los sentidos.

Las riberas del Cofio se erigen como escenarios donde la naturaleza despliega sus secretos más íntimos. La flora se inclina para beber de sus aguas, mientras que la fauna, con su cautela innata, encuentra en sus orillas un refugio y un recurso invaluable. El "Libro de Montería de Alfonso XI", ese testimonio antiguo de caza y nobleza, también revela cómo el Cofio marcaba la pauta en las gestas venatorias, donde la caza se entretejía con el correr de sus aguas.

Los habitantes de Val de Maqueda, testigos cotidianos de esta alianza entre el río y la tierra, hallan en el Cofio un eco de su identidad. Sus aguas son el hilo conductor que enlaza generaciones, y sus orillas, una postal que recuerda la fragilidad y la fortaleza de la naturaleza en un mundo en constante cambio.

El Cofio, con su murmullo constante y su danza líquida, nos invita a reflexionar sobre la relación etérea entre el ser humano y la naturaleza. En sus aguas se reflejan los sueños y anhelos de quienes lo habitan, así como las huellas de quienes lo han cruzado a lo largo de los siglos. Es un recordatorio de la fragilidad de la existencia humana, pero también de la resiliencia y la belleza que pueden surgir cuando el hombre y el río se unen en un abrazo silencioso pero profundo.

Así, el río Cofio a su paso por Valdemaqueda es más que una corriente de agua; es un vínculo intemporal entre la naturaleza y el hombre, un reflejo de la vida misma que fluye con la misma cadencia de los latidos del corazón que sentiremos en nuestros recorrido en bicicleta. En este rincón donde la poesía del paisaje se fusiona con la historia y la cotidianidad, el Cofio sigue siendo un protagonista discreto pero imprescindible en la sinfonía que esta Tierra de Pinares.


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VISTA DEL MONTE DEL ALISEDA

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VISTA DEL MONTAZO CHICO

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VISTA DEL CERRO HORMA

Km. 02,700 - Retornamos sobre nuestras rodadas, allí donde el sendero se sumerge en un descenso vertiginoso, un cortafuegos que serpentinea durante 1,69 Km. con 131 m. de desnivel negativo acumulado y pendientes de medias -7,7%. La ladera nos desciende hacia el fondo del valle con la misma urgencia que antaño guiaba a los osos, escapando de los hombres y su estruendo en las cacerías medievales. En cada brinco de la bicicleta, el eco de la historia reverbera.

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Km. 04,600 - Al final de la empinada pendiente, emerge el Puente Mocha, de los Cinco Ojos, apodado por los autóctonos como Puente Romano. Ironías históricas, pues ni es romano ni asoma. Este eslabón medieval, o quizás prerrenacentista, despliega su perfil anguloso, típico de los puentes de antaño, ese lomo de asno tan característicos de los puentes del mediévolo. El Libro de Montería de Alfonso XI, legajo de sabiduría para nosotros, no susurra sobre esta estampa arquitectónica, reservando, como hemos visto en líneas anteriores a molinos y afines que le fueron contemporáneos. Por tanto, este arco de madera forjado en piedra, como buen vino añejo, parece posterior al 1350. Y aquí yace, puente, vínculo no solo para la majestuosidad del Real Sitio de El Escorial, sino también para las vidas al sur y al este del Alberche, cuyos cimientos construyeron se construyeron con las maderas de estos bosques.

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El susurro del tiempo insinúa secretos en los nombres. Puente Mocha, un enigma resonante. Sus raíces, latín mutilare > *mutlar > mocha, que viene a decir Puente Mutilado, que perdió algo, sugieren cicatrices. ¿Acaso en algún oscuro capítulo de su pasado yacía en desgracia? La aldea, en su lenguaje ancestral, bautizó así al puente herido, testigo silente de una historia por descubrir.


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Km. 05,000 - En el itinerario de nuestras bicicletas, se alza majestuosa la ALISEDA, montaña antigua con Riscos de historia y nombre que se perdido. Refugio ancestral de osos, dueños de esta comarca, cuyos nombres resonaban en los vientos: Valdecatones, el Águila, el Chaparral, Valparaiso y el Gelechal. Comienza el desafío de un Puerto de Montaña de 4ª Categoría, 2,37 Km. de ascenso, 122 m. de desnivel y pendientes con medias que en su zigzag varían de 5,1% a 13%, sendero abrupto, recio, resbaladizo por las agujas de los pinos, que nos obliga a ceder el dominio a las piedras. Mientras la montaña despierta, nuestras bicicletas ceden en ocasiones, y nuestros ojos, a la diestra, acarician los riscos que se yerguen en silencio, como guardianes del tiempo.

[...] El Aliseda es buen monte de oso en ivierno. Et son las vocerías, la una en el camino que vá desde la Nava de Villaescusa á los Palacios del Quexigar, que non pase á la Sarnosa, nin á Cabeza Morena: et la otra por cima del cerro de Catones. Et renuevos de canes por cima de la cumbre del Aliseda. Et son las armadas, la una al Portezuelo, et la otra en Cuesta Mala del Quexigar. [...]

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En la maraña de historias de caza, emerge el MONTE DE LA ALISEDA, un bosque ribereño que borda los ríos con la destreza de un artesano. Alisos y fresnos, custodios del norte y el oeste ibérico, dibujan el lienzo de la naturaleza en su esplendor más húmedo y encharcado.

La batida, sigilosa como un relato épico, traza su camino de oriente a occidente. Vocerías se desatan, como gritos de caza, en las orillas del Cofio, en la morada de Villaescusa, cruzando el río por la Sarnosa, hasta la acogedora guarida de El Quejigar. El oso, ingenioso en su evasión, se dirigiría al occidente, mientras los cazadores esperan en posiciones estratégicas. Como la posición o armada de Cuesta Mala, misterio no resuelto, acecha en la subida a la orilla izquierda del Cofio, testigo de siglos que calla en la ruta de San Martín de Valdeiglesias a las Navas del Marques. En el cruce de destinos, el Portezuelo, ese nombre que se resiste, podría haber marcado el umbral donde la Cuesta Mala se rinde ante la altura. Entre estas líneas de un relato ancestral, descubrimos los pasos de hombres y osos, tejidos en la sinfonía de la caza y la naturaleza indómita.

Km. 07,300 - Tras coronar la cumbre del Puerto de Montaña de 4ª Categoría, nos adentramos en un descenso que desafía la cordura. Un trecho de 0,88 Km. cuesta abajo, un torbellino de emociones que nos hace perder 106 m. de desnivel acumulado. Las pendientes, despiadadas, oscilan entre el 12% y un vertiginoso 14%, una montaña rusa sobre la tierra, cuya superficie acecha como un desafío al equilibrio. Nuestras bicicletas, a merced de la gravedad, se precipitan en una danza desenfrenada, mientras el pulso se acelera, una danza arriesgada que se convierte en una sinfonía de adrenalina y pasión por la bicicleta.

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Km. 08,900 - Nos sumergimos en el abrazo de un valle que esculpe el arroyo de la Hoz, un escenario idílico para el frondoso bosque de alisedas. Este barranco se convierte en el límite entre los dominios de Valdemaqueda y el Hoyo de Pinares, una frontera entre las provincias de Madrid y Ávila. En un tiempo lejano, este riachuelo respondía al nombre de arroyo de la Foz, vocablo que remite a "fouz" o "foiz", con ecos de la voz castellana "Hoz", cuyo origen reside en el latín FALCEM, 'hoz'. No resulta ajeno que la peculiar forma del utensilio haya forjado esta metáfora toponímica. Sin embargo, otro influjo latino, FAUCEM, 'garganta' o 'angostura', se entreteje en el misterio del origen del hidrónimo, dado que encajaría más con la tipología de este arroyo gregario del Cofio.

Nuestra travesía por esta garganta nos desafía a cruzar el arroyo de la Hoz en tres ocasiones. Zigzagueamos en una danza cautelosa de un lado al otro, mientras el lecho, en esta estación, yace seco, un rastro de arena que revela el trazado efímero del cauce. La naturaleza, en su capricho, nos brinda un vistazo fugaz a la anatomía de un río ausente, y en cada paso, las huellas que dejamos sobre la arena hablan de un diálogo ancestral entre la tierra y el agua que fluyó en otros tiempos.

Km. 10,900 - Emergemos de esta garganta, dispuestos a desafiar la cima. Un Puerto de Montaña de 3ª Categoría, extenso itinerario de 3,07 Km, que nos alza 207 m. sobre el suelo. Las pendientes, como susurros desafiantes, oscilan entre el 6,7% y un agresivo 14,9%. El calor de agosto, aliado de la fatiga, se posa sobre nuestros hombros, mientras cada repecho se convierte en un pulso psicológico. La mente, tentada a rendirse, choca con la obstinación del corazón, que insiste en mantener la tracción, en no ceder ante la gravedad que busca arrebatarnos el contacto del suelo con nuestras ruedas. Cada pedalada se convierte en un desafío contra el tiempo y el terreno, una danza entre la voluntad y el camino de piedras calientes.

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Km. 13,700 - En este epílogo de este esfuerzo señalado como Puerto de 3ª Categoría, coronamos la cima de Las Cabreras. Catorce kilómetros desplegados en dos horas de asalto, una odisea que nos ha sacudido la rutina. No había comodidades aquí, solo el desafío que nos sacude del sopor. A veces, la vida exige que abandonemos el nido conocido, donde las certezas se aferran a nuestras rutinas.

Nuestros rostros, testigos mudos de la ascensión, parecían lienzos de emociones tejidas en sudor y aliento agitado. Pero esas gestas son las que forjan las almas, las que nos recuerdan que aún podemos superar los límites autoimpuestos.

Desde el collado, el mundo se extiende ante nosotros en un cuadro de verde y vida. La pinada de El Foyo, nombre ancestral de Hoyo de Pinares, nos habla de tiempos idos. Antiguos castillejos se erigen en silencio, guardianes de la Edad del Hierro, relicarios del pasado vetón que defendían sus fronteras ante Carpetanos y Lusitanos. El valle dibuja su ruta bajo nuestros pies, el río Cofio, cuyo nombre resonó en la pluma de Sánchez Albornoz como un eco de "límite", al poder provenir su nombre del latín Co(n)fin(i)um.

Cerramos Puerto de Montaña con la satisfacción del deber cumplido. Los músculos tensos y el aliento entrecortado son medallas en este recorrido por la historia y la naturaleza. El viento nos abraza mientras contemplamos el paisaje que nos rodea, y en cada latido de nuestro corazón resuena el eco de la travesía superada, un eco que nos insta a seguir explorando los horizontes desconocidos de la vida.

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AL FONDO LO PINARES DE HOYO DE PINARES

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CASTILLEJO

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ACCESO AL CASTILLEJO

Km. 17,000 - Tras un descenso sereno, conscientes de que hemos conquistado la mitad de la travesía, la perspectiva se torna amable. Los senderos abulenses, ahora aliados, nos acogen con sus balizas de colores y firmeza. Rodar sobre ellos es como danzar al compás de una melodía conocida, un placer que nos impulsa hacia adelante. Sin embargo, la sed es nuestra sombra, el agua se agota como el tiempo en un reloj de arena. La ansiada Fuente de la Reina, en este punto kilométrico, yace seca, un reflejo del verano despiadado que azota la tierra. Mi último sorbo es un tributo a la escasez, el agua se ha vuelto oro en nuestras manos. Más adelante, esperan fuentes, pero temo que compartan el mismo destino.

En las fauces del pasado, el siglo XVII, emergió el brillo del oro en Valdemaqueda. En 1622, tierras valiosas se revelaron como mina de oro. El ducado de Santiesteban orquestó la explotación hasta 1845, momento en que pasó a manos de los duques de Medinaceli. En 1906, la Unión Resinera Española tomó las riendas, marcando el fin de la extracción. Pero el tesoro se convirtió en un enigma, sus coordenadas perdidas en las brumas del tiempo. Los secretos, bien guardados por duques y Sociedad Anónima, se convierten en ecos en la brisa, en susurros de riqueza que desapareció en los pliegues de la historia, escondidos entre estos pinares.

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Km. 18,100 - En la encrucijada, el asfalto que comunica Hoyo de Pinares con Valdemaqueda, nos invita con sus promesas. Un giro a la derecha nos llevaría a salvo a la población donde reposa nuestro vehículo. Pero la sed, esa implacable compañera de fatigas, nos retiene en su yugo. La mente, como un río turbio, se nubla con la esperanza de encontrar agua en las fuentes que aguardan más arriba. En este dilema de caminos y deseos, nuestra decisión pende como una espada sobre nuestras cabezas, mientras el tiempo se mide en gotas y pedaladas.

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[...] La Dehesa del Helipar, et el Robrediello es todo un monte, et es bueno de puerco en ivierno. Et son las vocerías la una por cima de la cuerda de las Radas fasta la Cabeza de la Pinosa: et la otra desde el cerro de Buhana, por el camino que va desde las Navas al Helipar: et es el armada en el collado de la Dehesa del Helipar: et otra armada en el colladillo que es entre el Helipar, et Val de Maqueda. [...]

Avanzamos con resolución, hemos optado por seguir adelante, atravesando la carretera que corta nuestro camino, y adentrándonos en la enigmática Dehesa de Helipar. Aquí, entre las sombras de un poblado medieval perdido, cobra vida el nombre que el tiempo se llevó: Prado de Gelipar o Llano de Felipar, una inscripción en viejos mapas del IGN que atesora secretos olvidados. Y es en estos trazos de tierra, en estas líneas anteriores que el viento no borró, donde Val de Maqueda - Valdemaqueda asoma su rostro por primera vez, una referencia fechada en 1340.

Antes de esta mención, las páginas del pasado parecen en blanco, un silencio que solo se interrumpe con el eco de palabras escritas por el historiador andalusí Al-Himyari. En su crónica, una treintena de millas (50 Kilómetros actuales que bien se corresponde con el puente que comunica Robledo de Chavela con Valdemaqueda, y no los 70 Km. que hay con el Maqueda de Toledo, que estaban lejos de la Marca Media) marcan la distancia entre Madrid y el puente de Māqida, un límite que marca el territorio del islam en la época en que Madrid era parte de al-Ándalus. ¿Acaso este Māqida señala a Valdemaqueda? ¿Podría el río Cofio haber sido llamado así por los hispanomusulmanes? La historia se convierte en un enigma, una trama de posibilidades que se cruzan en un puente de Māqida, cuyo significado se teje en las letras árabes: 'plaza fuerte', 'estratégica', 'astutamente construida'. O tal vez, emerge de la raíz mkd, del árabe Maqqada, que revela un sentido de 'estable', 'firme', 'fijo'. A medida que caminamos por esta encrucijada histórica, somos viajeros en el tiempo, exploradores en busca de las huellas de un pasado que se resiste a desvelar sus secretos.

Km. 19,500 - La Cuesta del Pino del Arenal se cruza en nuestro camino, uno de los últimos desafíos que desafía nuestras fuerzas. Tras lo superado, esto es insignificante, una cuesta que se rinde ante nuestra determinación.

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Km. 20,800 - Al llegar al cruce con la carretera forescal, que entreteje Las Navas del Marqués y Valdemaqueda, la sequía persiste, burlona, en fuentes secas y desfallecidas. A lo tonto, a lo tonto, este sera el punto más alto que alcancemos en el día de hoy, cuando parecía que las subidas habían terminado. 

En este cruce de destinos, el viejo Camino trazaba su senda, entrelazando la bulliciosa Valencia medieval con la erudita Salamanca. En el evocador Repertorio de Caminos de Juan Villuga, datado en 1546, reverbera la distancia de tres leguas y media, un trecho tangible entre Robledo de Chavela y Navalperal de Pinares. No esquivo resulta que este sendero ancestral, forjado en el caminar de siglos, se viera obligado a doblegar su rumbo al abrazar el antiguo puente de Valdemaqueda, arrostrando el desafío impetuoso del río Cofio. 

Desde este epicentro, el Camino antiguo desplegaba sus ramificaciones, como arterias que entrelazan el pasado con el futuro. Sin embargo, es a partir de este umbral, donde las impenetrables Dehesas Ducales insinúan su dominio, que los ecos del viajero y el clamor de los cascos de los caballos se desvanecen en el viento. Huellas que se esfuman en la vastedad de la naturaleza, donde el murmullo del tiempo se vuelve apenas un susurro.

Hoy, mientras paseamos por estas tierras impregnadas de misterio, nos sorprendemos al imaginar los pasos cansados de aquellos viajeros que una vez recorrieron este sendero. Aunque el camino medieval se haya perdido en las marañas del olvido, su esencia perdura, latente en la brisa que acaricia los pinos y en el susurro del río que fluye sin cesar. En cada rincón de este paisaje, la historia se entremezcla con la naturaleza, y la senda antigua se convierte en un reflejo de la fortaleza y la determinación de quienes la recorrieron.

El dilema nos abraza: arriesgar el rumbo junto al arroyo de la Hoz, con el hambre de agua nublando el juicio, o ceder ante el asfalto, y deslizarnos por la carretera forestal, aunque sea un atajo de urgencia. Optamos por la cordura y el sentido común. Descender por el asfalto es zambullirse en la velocidad, un vals con la brisa que acaricia nuestro cansancio. La ruta serpentea como una serenata en los recuerdos, y pronto nos reencontramos con la carretera de Hoyos de Pinares a Valdemaqueda que abrazó nuestras ruedas unos kilómetros atrás. A la izquierda, una vez más, una subida empeñada en desafiar nuestras piernas, al subir el valle que forma en arroyo de la Hoz antes de encajarse en el Aliseda. Y así, en el epílogo de un día de desafíos y exploración, regresamos al pueblo, donde el asfalto cede su reinado a la historia y la tierra.

Km. 26,980 - Atravesamos el pueblo, un lienzo de memorias donde la antigua casa de la familia de José Manuel guarda las huellas de felices veranos. Sin embargo, la tristeza se desliza como sombra al encontrarnos con la fuente cortada cerca de la iglesia. Los ecos del pasado resuenan en las palabras del Diccionario Geográfico - Estadístico de España y Portugal de 1828, pintando un retrato de esta tierra: escasa de agua, un rincón de Ávila, no siempre este trozo de tierra perteneció a los madriles, que se extiende hacia los confines de Segovia. Un paisaje ondulado, bordado por pinos y viñas de humildes cosechas. Un detalle llamativo se asoma: los cristales, las vidrieras que nacían aquí, un legado de destreza artesana que el tiempo atesora.

Finalmente, recalamos en una terraza-bar que nos acoge cerca de la plaza. La sed, esa fiebre que azotaba nuestras rodadas, encuentra su remedio. Y aquí, sentados, finalmente podemos ceder al abrazo de un merecido descanso, permitiendo que la tranquilidad del lugar se funde con el alivio que fluye por nuestras venas.


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En este relato de esperanza y redención, donde los bosques renacen con el esfuerzo de un pueblo comprometido, se entreteje una sombra inesperada que empaña la travesía por alguno de sus caminos como les ha ocurrido a otros mountainbikers. La porción madrileña de esta hermosa trama, específicamente en el termino de Valdemaqueda, se yergue como un territorio hostil para aquellos apasionados de la bicicleta. En un giro inesperado, la historia da paso a un conflicto de intereses y a un desenlace amargo que contrasta con el optimismo inicial.

En los rincones más recónditos de este entorno natural, los forestales se convierten en guardianes implacables, acechando a los ciclistas que se aventuran por sus caminos. La escena parece sacada de una narración antigua, donde los exploradores eran recibidos con desconfianza en tierras desconocidas. Sin embargo, en este caso, la acogida no es precisamente cálida. En lugar de guías y protectores del medio ambiente, los guardianes imponen sanciones económicas desproporcionadas, cuyos montos oscilan entre los 200 y los 600 euros. La justificación es sorprendente: solo los caminantes, a pie, están autorizados a transitar por ciertos caminos de este monte.

La base de esta prohibición descansa en una norma que prohíbe el tráfico de bicicletas por sendas con un ancho menor a 3 metros. Sin embargo, es importante destacar que esta regla se torna un tanto paradójica, ya que ni siquiera el renombrado Parque Nacional del Guadarrama cumple cabalmente con esta disposición. Así, la incoherencia salta a la vista: ¿cómo es posible que en un espacio natural de tal magnitud se permita el paso de bicicletas, mientras que en estos parajes se persiga a los ciclistas con tal afán recaudatorio?

La trama se complica aún más cuando se intuye que existe un entramado de intereses detrás de esta persecución a los aficionados al ciclismo. Rumores y sospechas se entretejen en la mente del observador crítico, señalando posibles vínculos entre Comunidad, Ayuntamiento y la Unión Resinera Española que al final no hizo tal mal trato con la instituciones. Esta conexión siniestra plantea interrogantes sobre si los ciclistas están siendo utilizados como fuente de financiamiento para saldar la deuda que las instituciones tienen los de la Sociedad Anónima.

Este sombrío panorama resalta la injusticia y el abuso de poder pues paradójicamente utilizan la señal de prohibición de vehículos a motor que prohíbe la entrada a todo tipo de vehículos de motor. No afecta a ciclos y ciclomotores, ya que no se consideran vehículos de motor, pero para los forestales el muñequito del motorista es claramente un ciclista. Así, la historia, que parecía conducirnos hacia un desenlace triunfal, toma un giro inesperado hacia un territorio de conflictos y confrontaciones que se repiten a lo largo de su historia. Un llamado resuena en la distancia: ¡precaución, ciclistas! La senda que parecía clara y libre de obstáculos se convierte en un laberinto de desafíos legales y administrativos. En este relato, la lección es clara: la lucha por la conservación de la naturaleza no siempre encuentra aliados en todos los rincones, y el precio de la redención puede ser más alto de lo que se espera.