En esta bocanada adicional de vida, en este otro "PICO" de oxígeno vital, tracé una ruta ciclista a través de este jardín alpino. Sin embargo, en medio de este periplo cometí un desliz que bien pudo haber desencadenado consecuencias trágicas. Rellené mi fiel Camelbak de mochila con apenas 1,5 litros de agua, el inexcusable olvido de mi botellín de 700 ml, rebosante de líquido fresco, en casa, se convirtió en el detalle que lamentaría. Esos 700 ml adicionales hubieran sido como un bálsamo que aliviara el malestar que me persiguió inclemente durante casi 22 kilómetros. En esta etapa de La Horizontal, el recorrido se desdoblaba en dos actos: el primero se extendía desde el Puerto de Arcones hasta el Puerto de Linera. A pesar de no tratarse de un ascenso en toda regla, la pendiente se insinuaba hacia arriba, transportándonos desde los 1756 m de altitud hasta los 1824 m, con un total acumulado de unos modestos 80 metros de desnivel. La imagen adjunta a este escrito sirve como testigo inobjetable de tal afirmación.


Cerca del fatídico kilómetro 24 de la ruta, mi inseparable Camelbak se rindió ante la sequedad. En ese punto, tuve la consciencia de que en algún rincón de La Horizontal yacía una fuente de aguas gélidas, a escasos kilómetros del imponente Puerto de Navafría. A partir de ese momento, se desencadenaron 22 kilómetros de auténtica agonía, en los cuales la psique se revela caprichosa y tramposa. Boca y garganta resecas eran como síntomas insignificantes de una deshidratación leve, y el único objetivo que acaparaba mi mente era alcanzar aquella fuente ansiada, convencido de que tras cada recodo se alzaría, generosa y taumatúrgica... Como ya mencioné, aquel bidón abandonado en mi hogar hubiera conferido una dimensión más llevadera a esta fase del trayecto.

En cada pedalada, el recuerdo de mi error se mofaba de mí, tejiendo hilos de remordimiento que serpenteaban con mis esfuerzos. La belleza majestuosa estos Montes Carpetanos parecía un tanto eclipsada por la sed que arañaba mi garganta y el sol inclemente que castigaba mi piel. El camino, aunque en su mayoría una conquista constante hacia arriba, se volvía cuesta abajo en mi mente, enredándose con pensamientos lúgubres mientras mis piernas seguían su letanía rítmica y agotadora.

Por fin, como un espejismo que se torna real, vislumbré la anhelada fuente. Un manantial emergía entre las rocas, su música líquida susurraba promesas de alivio. Con mano temblorosa, llené mi botella reutilizable y me permití el lujo de beber a sorbos controlados, saboreando cada gota como si fuera un elixir divino. La frescura se expandió desde mi garganta hasta cada rincón de mi cuerpo, revitalizándome como una medicina mágica.

Así, con el cuerpo rehidratado y el alma reconfortada, continué mi camino. Cada pedalada tenía un matiz diferente, un sentido renovado. Aquellos 700 ml olvidados, ese nimio detalle, habían tejido un drama de supervivencia y renacimiento en medio de la naturaleza implacable. Y mientras avanzaba, sentí que el paisaje, ahora más vívido y consciente, me acompañaba en silenciosa complicidad, testigo de la lección aprendida: nunca subestimar la importancia de un botellín de agua, ni tampoco el poder transformador de la sed saciada.

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Distancia total: 54.13 Km

Desnivel de subida acumulado: 888.3 m

Desnivel de bajada acumulado: 874.9 m

Altura máxima: 1849.5 m

Altura mínima: 1209.5 m

 Ratio de subida: 5.04 %

Km. 00,000 - Desde el umbral de Navafría, mi punto de partida y retorno en esta travesía, inicio mi pulso, ese batirse el cobre, con la naturaleza. Y nunca mejor dicho batirse el cobre, pues este pueblo segoviano guarda en su esencia un eco de metal y agua. Un ingenio hidráulico, como un titán sometido a la voluntad del hombre, moldeaba ollas y cazuelas de dicho mineral. Este artefacto mecánico, un artesano sin igual, labró su obra hasta los confines del siglo XX. Cuentan las voces que el estruendo que emanaba era tan colosal que el mismo suelo cedía a su cadencia. Desde entonces, Navafría, entre montañas y recuerdos, lleva en su ser el compás de un pasado metalúrgico incrustado en su corazón rural.

Km. 00,900 - A la diestra, avanzo por una ancha Cañada que se desvanece hacia el poniente. La Cañada Real Soriana Occidental, conocida en estos lares segovianos como la Cañada de la Vera de la Sierra, y más específicamente a esta altura como Cañada Real de Orejana, es la única de las grandes arterias de la trashumancia española que se atreve a cruzar diagonalmente la península. Su ruta sigue una dirección casi invariable de nordeste a suroeste, una marca en el paisaje y en la historia.

En los días de esplendor máximo de la trashumancia, allá por mediados del siglo XVIII, esta vía era el camino de cientos de miles de cabezas de ganado merino hacia Extremadura. Era una migración colosal que afectaba no solo a los rebaños de estas tierras segovianas, que yacen entre Riaza y El Espinar, sino también a aquellos que venían desde tierras sorianas, burgalesas y riojanas. El trayecto era largo, provenían desde agostaderos en las sierras de Cameros, Neila y la Demanda.

Hoy, al recorrer este camino, uno no puede evitar sentir los ecos del pasado. Cada pedaleo es como un latido que resuena en las memorias de esos rebaños y sus pastores, en la grandeza de una tradición que atravesaba montes y valles, ríos y prados, dejando un rastro en la tierra y en el alma de la España antigua.

Km. 01,800 - Pasado el pequeño desafío del PUENTE DE LOS RISCOS, suspendido sobre el río de las Pozas como un hilo de vida en un abismo, y tras someterme a la tiranía del repecho que responde al nombre lúgubre de Cruz de los Lobos, el paisaje cobra una nueva dimensión. Aquí, ante mis ojos, la cañada revela sus secretos. Los sabinares que flanquean este camino de historia y huellas en la tierra, resurgen con parsimonia. Los secanos adehesados, que por siglos asemejaron campos de batalla tras el combate, se metamorfosean en un bosque a mi derecha denso y primigenio.

Los robledales, carcomidos por el tiempo y por las fauces del pasado, llevan consigo las cicatrices de siglos en su corteza. Junto a ellos, los jóvenes pinares de repoblación, producto del afán humano por enmendar el curso de la naturaleza, ahora despliegan su silueta frondosa. El transcurso inmutable del tiempo se manifiesta en cada hoja y cada sombra, en cada rugido de viento que susurra historias de antaño.

Y aquí, en esta contradicción que solo la naturaleza es capaz de trenzar, una ironía que retuerce la realidad misma: mientras la cabaña ovina, aquella protagonista inamovible de nuestros días más añejos, mengua hasta rozar su mínimo histórico, el lobo, antiguo enemigo y maldición, emerge en un giro caprichoso. Ha retornado a este escenario, un escenario que en su ausencia ha encontrado nuevos matices. En las franjas abandonadas de la cañada, entre las densas manchas de robles y las arrugadas sabinas que parecen centinelas del tiempo, el lobo vuelve a acechar. El mismo que fue desterrado por las manos humanas, hoy recorre los senderos que tejieron sus propios ancestros.

Km. 07,100 - Salgo a mi derecha de la Cañada para comenzar un Puerto de Montaña de Tercera Categoría, con unos repechos que van del 6% al 11% de media en algunos puntos. En este contrapunto de naturaleza, donde los ciclos se desdoblan y se revuelven, donde la vida y la muerte se entrelazan en un baile eterno, la cañada se alza como una sinfonía de evolución. Cada paso sobre este terreno añejo es una conversación con la historia, con los ecos de aquellos que pasaron antes, con la promesa de lo que vendrá. Y mientras avanzo, en este rincón intemporal, soy testigo de la metamorfosis constante de un escenario que desafía al olvido y acoge el regreso de viejos fantasmas, como el lobo que se adueña de su territorio con paso firme y ojos centelleantes.

Km. 10,800 - Este Camino del Puerto, esa antigua colada de ganados, una vía que el tiempo ha curtido como la piel de un viejo lobo, trepa incansable desde Matabuena. Su rumbo, como una antigua llamada de pastos y mugidos, se alza hacia el Puerto de Linera, siguiendo los trazos de arroyos y leyendas. Yo, sin embargo, doblego la cuesta en el Collado de los Horcos, un umbral que se erige como un saludo a la resistencia concluyendo este primer Puerto de Montaña de Tercera Categoría. Aquí, mis pasos se confunden con los suspiros de montañas ancestrales. Es en esta ladera de los Montes Carpetanos donde prosigo, como un viajero que no busca el fin, sino el deleite de los senderos eternos.

Km. 17,000 - Al concluir esta travesía por la "Horizontal Segoviana", me encuentro repentinamente con el umbral de otro reto. Es como si el camino mismo, una vez vencido, me retara nuevamente. Aquí, en las faldas de la Sierra Calva, comienza un Puerto de Tercera Categoría. Las pendientes, más tercas que el propio desafío, se elevan con un desdén del 8% al 11% de media. Cada metro es una negociación con el esfuerzo, una danza de piernas que oscilan entre el dolor y la determinación.

Este ascenso zigzagueante que me regala la más austera de las compañías: el ganado vacuno que, en silenciosa complicidad, me escolta en mi ascensión. Sus ojos de contempladores mudos parecen seguir cada paso, quizás entendiendo la lucha que un ser humano emprende contra las laderas agrestes y la gravedad misma. Juntos, en este diálogo silente entre hombre y bestia, trascendemos los confines de nuestras naturalezas. El camino, siempre insaciable en su deseo de desafiar, nos convierte en cómplices de su propia historia.

Km. 19,500 - La cima del Puerto de Montaña de Arcones, apodado también como de Peña Quemada, se corona en la frontera difusa entre Segovia y Madrid. Pero no te dejes engañar por la altitud, pues el desafío no termina con el ascenso, como pronto descubriré. Aquí, en este punto culminante, donde los límites geográficos se funden con los límites del espíritu humano, la certeza se desdibuja y la verdadera dificultad no es solo el desnivel positivo acumulo bajo los neumáticos.

En esta encrucijada del camino, es tiempo de detenerse y recobrar aliento. Aquí, donde la sombra de los frondosos bosques se retira, el sol se despide con saña en lo alto del trayecto. Cada rayo es un latigazo que el calor propina, y la necesidad de resguardarse se convierte en una obligación inapelable. La naturaleza, como una madre severa, exige su tributo, y en esta cima despejada, el cansancio es solo el primer precio a pagar.

Ingenuo de mi parte, al enlazar con La Horizontal anidaba la seguridad de hallar alivio en las fuentes que aguardaban junto al sendero, a tiro de piedra de este punto. Pero cómo equivocado estaba. Esas fuentes, secas como el alma de la tierra en estas tardías estivales, rehusaron su maná. A escasos kilómetros de aquí, comenzó mi calvario, un tormento del que las primeras líneas de este relato dan fe.

Km. 27,100 - Esta porción de La Horizontal parece deslizarse cuesta abajo, un regalo para los sentidos. Pero, hacedme caso, mantener el impulso de los pedales es imperativo en esta danza con la gravedad. Aquí, entre cada giro del sendero, fuentes deberían brotar como cómplices refrescantes. Pero, ¡oh ironía!, cada recodo alberga fuentes vacías, un coro mudo que desafía la sed.

Km. 42,800 - Después de una veintena de kilómetros implorando clemencia al dios de la hidratación, emerge ante mis ojos la anhelada FUENTE DE LA VÍBORA. En otros momentos y en otros trazados, esta fuente ha sido mi salvavidas. Parece un oasis, un regalo en medio del yermo. Mis labios tocan el caño y el agua, rica y fresca, fluye como elixir. En esta pausa, doblego el esfuerzo y la sed, saboreando cada gota como un manjar celestial.

Km. 44,300 - El lamento agudo de las pastillas de freno perfora el aire, una melodía inoportuna que revela mi pérdida de control en los últimos kilómetros. Ante mí se alza el cartel, testigo silente del Puerto o Collado de Navafría. La encrucijada se dibuja, como un desafío en la bifurcación del destino. Descender por el Puerto terrado de Peña Cabra o por la carretera asfaltada que conduce a Navafría. Opto por la prudencia, por la certeza del asfalto bajo mis ruedas. Las curvas se suceden, un baile de adrenalina y ruido metálico en cada giro. Este descenso, una sinfonía de frenos en lamento, me susurra una lección: antes de enfrentar caminos como este, hay que revisar el arsenal de la bicicleta, que las pastillas estén dispuestas para la danza frenética que el camino demanda.

Km. 54,020 - Cinco horas han transcurrido y aquí vuelvo a Navafría, punto de partida en la aurora. En cada travesía, el camino oficia de maestro. En esta jornada, el aula me ha susurrado verdades vitales: el cuidado meticuloso de los componentes de la bicicleta es un deber innegociable. Y en el verano ardiente, el líquido vital debe ser fiel compañero, pues las fuentes que en otras estaciones manan sin tregua, ahora se han disipado en un polvo sediento.